A finales del siglo XVIII y principios del XIX, Madrid experimentó el auge de los oficios de la confección y el surgimiento en su seno de una nueva industria del vestido, es decir, la ropa “lista para llevar”. El trabajo de la aguja siempre tuvo una fuerte presencia femenina. La sociedad madrileña tuvo un gran grupo de costureras, bordadoras, encajeras, modistas, pasamaneras, etc., muchas de ellas abrieron las conocidas: escuelas-taller.
El estado de la mujer a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX
Tras la Revolución Francesa (1789-1799) surgieron movimientos en favor de la mujer. Algunas mujeres pronunciaron discursos políticos en públicos, y otras tomaron las armas. En su Declaration des droits de la femme et de la citoyenne, Olympe de Gouges reclama para las mujeres igualdad. En los peldaños más altos de la escala social, las aristócratas y nobles gozaban de privilegios. Sin embargo, para las mujeres que trabajaban el panorama era muy distinto. Después del trabajo doméstico, la industria textil era la que más mujeres empleaba, y las condiciones en las fábricas y los talleres eran muy duras. Las mujeres se veían obligadas a trabajar doce o catorce horas al día, seis o incluso siete días a la semana.
El trabajo de la aguja ofrecía pocas compensaciones a las mujeres y a los niños. Éstos le dedicaban las mismas horas que los adultos. Los sueldos eran bajos, y las condiciones peligrosas, sin calefacción, sin ventilación y en un ambiente insano. Conviene subrayar que la mayoría de las mujeres estaban todavía ligadas a las tareas domésticas. También, se estableció una tácita ley: las mujeres debían exhibir el poder económico de los hombres. Gran parte del siglo XIX trajo consigo un nuevo papel para las mujeres, convertidas en el símbolo del prestigio social de su marido, una “esposa-florero”.
La estructura de los talleres
En Madrid, la industria textil sigue estructurada en torno a los talleres artesanos. La jerarquía de estos talleres eran la siguiente: la titularidad recae en el cabeza de familia, que es el dueño de la producción y controla a los distintos artesanos. A continuación, estaba la unidad familiar compuesta por: esposa, hijos y criados, además de los aprendices, que permanecen bajo la tutela del maestro.
Otro factor decisivo en este periodo cronológico fue la monarquía, la cual alimentaba la incorporación de los artesanos al sistema gremial. Así, se amplia la base fiscal y mantiene a los trabajadores bajo control. No obstante, los hombres realizaban labores de maestría en tejidos que requerían una cierta complejidad, como era la seda. Por otro lado, las mujeres se dedicaban a los bordados y a labores de pasamanería. A través de esta división, se experimenta la segmentación del mercado laboral de acuerdo a criterios de cualificación y género.
A través de los estudios de López Barahona y Nieto Sánchez conocemos que las filas femeninas, que son empleadas (esposas, hijas, criadas, etc.) por los maestros y comerciantes-fabricantes tenían jornales inferiores, como reconocen las Advertencias para el ejercicio de la Plaza de Alcalde de Casa y Corte. En este documento se recoge:
(…) algunas mujeres acudían a trabajar en casa de sastres, y sin duda era el jornal era menor y mejor lo cosido, mas esto no se lo consintieron los oficiales conjurándose para no acudir a los Maestros que ocupasen mujeres mas que las suyas propias.
Las escuelas-taller para mujeres
Eran establecimientos de producción textil concebidos como escuelas de aprendizaje para pobres, huérfanos, niñas, mujeres adultas del campo y de la ciudad. Esta serie de centros nacieron en el programa reformista-conservador de los gobiernos borbónicos, cohesionándose con el plan de eliminar los gremios. Las escuelas impulsaban la participación en las relaciones de producción, daba igual si fuesen hombres o mujeres. Sin embargo, estos centros para niñas y mujeres fueron excluidos del canal de aprendizaje, el cual estaba en manos del sistema gremial.
En las dos últimas décadas del siglo XVIII, las mujeres se convierten en las maestras de niñas en estos centros de enseñanza. Este oficio obtuvo la titulación, sujeto a una prueba de examen en la corte, aunque el sistema gremial se vio reticente a admitir a mujeres como expertas. No obstante, en años anteriores las costureras, encajeras y otras artesanas pagaban por su enseñanza. Aunque, no todas las familias podían costear un aprendizaje con un maestro, así nacieron escuelas taller publicas en hospitales, hospicios y fábricas.
Las maestras que ejercen sin título, a pesar de haber sido aprobadas, vivían con temor de verse amenazadas con el cierre de sus escuelas. En 1794, un grupo de costureras solicitan a las diputaciones la denominación de examinadoras, una vez que hayan trabajado dos años en escuelas de manera gratuita y haber aprobado el examen de maestra.
No obstante, dos años antes, María de Parga, maestra en el barrio de Amor de Dios, recibió su título tras ocho años de reclamaciones. Aunque, en la primera década del siglo XIX proliferaban las demandas de títulos prometidos, pero no entregados.
1788, un año clave para la Junta de Damas
La junta de damas asume el cuidado de las internas en la galera y pone especial cuidado en todas las tareas retribuidas. Según López Barahona, el trabajo forzado no es tan abundante como libre, pero produce una parte de los bienes y servicios que entran en la esfera del intercambio. En el caso de la población reclusa, el trabajo reforzó el contradictorio significado de bendición y castigo divino, que se representaba en los discursos morales. Esta situación fue un discurso continuo entre las relaciones de producción y autoridad penitenciaria.
Las reclusas tejen y confeccionan distintas prendas. En cinco meses, producen una gran cantidad de dinero, como son 5.074 reales y se les paga a las trabajadoras al contado. Esta medida propulsada por la Condesa de Montijo (secretaría de la asociación) fue todo un éxito. En los sucesivos años, las presas cosieron la ropa del Hospital General y La Pasión.
La escuela de encajes de Agustina Castilla
Las condiciones nocivas de higiene que viven los internos del Hospicio favorecían a la propagación de enfermedades, a la vez que reducían la productividad y rendimiento laboral. En los años siguientes 1790, estas circunstancias cambian, y esta serie de sitios se convierten en autenticas fábricas textiles con artesanos, en su mayoría, desconocidos en busca de un oficio y salario.
El panorama textil madrileño contaba con las fábricas de paños, lienzos, medias y encajes. Entre ellas se distingue la escuela de Agustina Castilla, en la cual trabajaban las internas del Hospicio de Corte. A partir de 1800 hacía adelante, tenemos datos más precisos sobre los trabajadores de las fábricas del Hospicio. Un ejemplo de ello, son las categorías en la sección de hilados: “hilanderos”, “hilanderas“ e “hilanderas reclusas”. Las diferencias salariares son notables, por un lado, los primeros ganaban más dinero que las presas. Por otro lado, las hilanderas cobraban más que los hilanderos, ya que en estos centros la mayoría de hilanderos eran infantes varones.
La realidad de las costureras en los primeros años del siglo XIX
En los primeros años del siglo XIX, en medio de una aguda crisis política y económica, el consejo siguió recibiendo solicitudes de títulos para abrir escuelas por parte de las trabajadoras, las cuales aprendieron su oficio en las escuelas-taller. La apertura de nuevas escuelas-taller por parte de mujeres estuvo muy restringido y estuvieron censuradas por la Real Cédula del 11 de mayo de 1783.
De esta manera, Madrid se convirtió en centro neurológico de las artesanas textiles. En 1804, había 2.156 hilanderas, sin contar con las trabajadoras censadas. La capital de la corte contaba con un vigoroso grupo de costureras, bordadoras, encajeras, modistas, sombrereras, guanteras, zapateras, calceteras, pasamaneras, cinteras, etc. Esta comunidad estaban perfectamente cualificadas, las cuales han ejercido estos oficios desde su infancia y en escuelas-taller.
Conclusiones
A inicios del siglo XVIII, vemos la incursión de las mujeres en ámbitos domésticos y trabajando para los primeros reyes borbones. Un ejemplo de ello es la localización de una de las primeras zapateras de Isabel de Farnesio y del príncipe de Asturias, el futuro Fernando VI. El nombre de esta oficiala era Maria Chalavert, conocemos a través de la documentación archivística. La sastresa estuvo al servicio de la realeza durante el periodo de 1720 hasta 1730, aproximadamente.
El trabajo femenino se caracterizó por las industrias del vestido en la primera mitad del siglo XIX. En futuras investigaciones y estudios que quedan por hacer debemos de continuar con la situación de las mujeres en los talleres madrileños y como llegan a consolidarse como el “ejército de modistillas” en la Restauración. La creación de escuelas-taller facilitó la división del trabajo en líneas de género. En resumen, las mujeres se consideraban más idóneas para el desempeño de los oficios textiles.
Fuentes
Cosgrave, B., Historia de la moda. Desde Egipto hasta nuestros días, Barcelona, Gustavo Gili, 2005.
López Barahona, V., Las trabajadoras en la sociedad madrileña del siglo XVIII, Madrid, Libros del Taller de Historia Social, 2016.
López Barahona, V., “Las escuelas-taller: aprendizas, oficialas y maestras de niñas en la industria textil madrileña del setecientos” en Grupo taller de Historia Social.
López Barahona, V., y Nieto Sanchez, J., “La formación de un mercado de trabajo: las industrias del vestido en el Madrid de la Edad Moderna” en Sociología del Trabajo, 68, 2010, pp. 147-165.
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