Durante algo más de tres siglos la cornisa cantábrica, talasocrática y vibrante en sus lomas, arenales y mareas repicantes, fue uno de los puntos de la geografía española — así como europea— con más prestigio en el arte de construir navíos.
De entre los cientos de kilómetros que abarca la costa de dicha cornisa fueron sin duda la bahía de Santander, y en menor medida la de Guipúzcoa, las que vieron desarrollarse a los más excelsos carpinteros de ribera, ingenieros y científicos en una tarea común: lograr que la tecnología naval del Imperio Español fuera incontestable para los enemigos de nuestra Corona; al trote de austrias primero y borbones después.
Porque, en resumen, la hegemonía de España durante la Edad Moderna pivotó en torno a dos vectores: el rodillo defensivo de los afamados Tercios en Europa y la acción de las diferentes flotas de la Mar Océano, luego aglutinadas en la Real Armada —la Ilustrada— creada al albur del reformismo dieciochesco. Este artículo se centrará, como su título bien esclarece, en la actividad constructora de Santander. Y más concretamente, en su corazón febril volcado al “gran azul”: Guarnizo, hoy más conocido como la localidad de Astillero.
Situémonos en los tiempos de Felipe II ostentando un poder cuasi pentacontinental, entre 1556 y 1598. En lo relativo a los asuntos de mar, la mayor necesidad del monarca vallisoletano fue robustecer los mecanismos para proteger el tráfico comercial de las Indias. Esto incluía crear una serie de poderosas armadas escuderas para los convoyes anuales, así como asistir a la mejora de las propias naves destinadas al comercio.
A partir de la unión dinástica con Portugal, con una España global, el rey y los Consejos de Estado entendieron que sus vastos dominios ya no iban a ser, únicamente, objeto de esporádicas rapiñas piráticas, sino de ataques mucho más planificados, recurrentes y numerosos. A tal efecto el rey pidió la construcción de una serie de unidades, que, tras una consulta a capitanes generales y el estudio de dos comisiones —una en Sevilla y otra en Santander, al alimón, cabecera de la ruta de Indias y del corredor de Flandes—, acabó por ganar la segunda gracias a Cristóbal de Barros: superintendente de plantíos y encargado de la construcción naval privada en Cantabria.
Firmados los documentos del ramo, se construyeron y botaron nueve galeones con sistemas de arboladura mucho más maniobrables así como con una solidez en las juntas de los cascos prácticamente maciza para soportar el fortísimo retroceso de los cada vez más prominentes cañones. También se rebajaron las superestructuras de cubierta, lo que les dotaba de una hidrodinámica y estética muy rompedora, en contraste con el resto de naves europeas, enfrascadas en una herencia de formas, aún tardomedieval o en exceso mediterránea.
Aquellos nueve buques —flamantes, como digo— se incorporaron a la Armada de Guarda para la Carrera de Indias. Un cuerpo específico para escoltar el tesoro de América. Sin embargo, poco después, los barcos fueron adscritos a la columna vertebral de la Empresa de Inglaterra como núcleo de la escuadra de Castilla. Su desempeño resultó ser tan bueno que la Corona blindó la confianza en Guarnizo para seguir construyendo naves de gran porte, superficie vélica y poderosa robustez a lo largo de los siglos XVI y XVII.Y es que, en definitiva, el hecho de que los expertos de Santander lograsen superar los desafíos técnicos más importantes de la navegación renacentista en lo tocante a las marinas de guerra, fue lo que resultó, visto en perspectiva, ser el gran motor de la expansión de España en ultramar. De Santander había salido el arquetipo de nave oceánica universal. Que se dice pronto.
Y tras esos más de cien años —135 para concretar— en los que Cantabria prosiguió su nutrida actividad naval atravesando el oneroso reinado de Felipe IV y la obligada severidad de Carlos II, llegaron los Borbones pisando fuerte. Y con ellos una necesaria reorganización de la fuerza marítima para apuntalar la formación de un Estado-Nación moderno que, no lo olvidemos, había de cuidar de lo que seguía siendo un vastísimo imperio al otro lado del planeta. Por ello, en 1714, las otrora escuadras españolas pasarán a homogeneizarse en una sola, la “Real Armada”, cesando sus anteriores denominaciones regionales —Galicia, Andalucía, Castilla, etc.— y formándose los Departamentos Marítimos para ayudar a optimizar todos los medios implicados: construcción, mantenimiento y formación de oficiales. En este punto volverán a tener las fábricas de Guarnizo un enorme impulso gracias al tridente compuesto por José Patiño, Zenón de Somodevilla y José Campillo, intendente éste último del propio astillero mediando el primer tercio del siglo XVIII.
Y digo bien: “volverán a tener”. Porque el hombre realmente erigido como eslabón del proverbial peso que Guarnizo adquirirá durante el reformismo de Felipe V, y en adelante, gracias al mencionado triunvirato administrativo, vino dado en parte del siglo anterior y no fue otro que Antonio de Gaztañeta. Responsable capital de ver Santander como el espacio operativo más idóneo para cubrir los requisitos de una nueva fuerza de proyección ultramarina. De ahí, entre otras cosas, la petición de traslado que cursó para que la práctica totalidad de carpinteros de ribera guipuzcoanos —casi quinientos—, especialistas de cabuyería y calafateado, se unieran a los equipos de Guarnizo en su afán por redoblar la capacidad de trabajo.
Antonio de Gaztañeta fue un singular ingeniero. Vivió los crepusculares estertores de la Marina austracista en un romántico y muy hábil bosquejo de supervivencia “multiregnum”, adaptando desde exiguos recursos propiedad de la Corona hasta préstamos de particulares y alianzas sobrevenidas. Caso paradigmático, sin lugar a dudas, es el de las Provincias Unidas tan pronto se les reconoció la independencia. Sin embargo, no fue un hombre atípico por esa vida trotando entre dos dinastías y formas de moldear la diplomacia, sino por ser un gran observador. O aun mejor explicado: por su especial arte a la hora de saber mirar desde el prisma científico más que por ser “maniquí” teórico— y por su sensibilidad recogiendo el comportamiento de los materiales mientras cruzaba el Atlántico desde su más temprana lozanía—, fue aglutinada en dos importantes compendios sobre arquitectura naval. Dos trabajos excepcionales pero, sobre todo, revolucionarios a los que otro técnico, Francisco Antonio Garrote, les otorgó carta de naturaleza.
De aquellos tratados, una vez Gaztañeta se instaló en Guarnizo en 1721 —había sido nombrado Superintendente de Fábricas y Plantíos de la Costa Cantábrica— y una vez José Patiño aprobó las Nuevas Ordenanzas de Marina, salieron algunos de los buques más señeros de España hasta la ulterior asimilación de los sistemas constructivos de Jorge Juan y Gautier, los cuales, además, consumaron la transición del buque de guerra a máquina altamente especializada.
Uno de esos buques fue el Real Felipe —de 1.965 toneladas de desplazamiento— que tuvo la virtud de ser el primer navío de tres puentes construido en el país y cuya prodigiosa vida útil duró hasta su desguace en 1750. Sin embargo, aunque tal barco conocido como “orgullo de Guarnizo” pueda considerarse la perla del constructor de Motrico —pues de allí era natural el ingeniero—, antes y durante su fábrica, Gaztañeta supervisó la elaboración de otros muchos buques construidos para la Corona en los astilleros de Pasajes, Zorroza, Santoña o San Feliú de Guixols. Todos ellos con la tipología definida a través de uno de los dos epítomes antes mencionados y que, en este caso, refiere al titulado como “Proporciones de las medidas más esenciales para la fábrica de navíos y fragatas de guerra”.
Pero sin duda, las mieles de Guarnizo, trabajando ya en paralelo con el eje fabril de La Cavada y Liérganes como proveedores de cañones, llegarían algo después, en el tiempo que ocupó Zenón de Somodevilla como ministro de Marina (1743-1754) y el empuje de un personaje íntimamente ligado al astillero: Juan Fernández de Isla. Un hombre infatigable, virtuoso en el emprendimiento y cuya fama como asentista y operador logístico de montes le fue reconocida con el título de Comisario Ordenador de Marina.
Durante esos años, Santander representó lo más granado de la construcción naval del Estado pasando a ser, incluso, redistribuidor de maderas para otros arsenales peninsulares. Fue también este ell periodo de un hecho sugerente y presto a la novela: el envío de Jorge Juan a Inglaterra para que trajera a España constructores británicos con el fin de generar un arco de transferencia industrial con los métodos constructivos del vecino albión, reformular los mismos y adaptarlos a la realidad española. La misión de Jorge Juan —porque hay mito y los mitos hay que espolearlos— no respondía a ningún tipo de necesidad abierta por inferioridad tecnológica, sino a una práctica habitual de las Marinas de Guerra y las regias redes de espionaje, verdadero contrapoder geopolítico. Conviene no olvidar, por ejemplo, que los ingleses capturaron buques de Gaztañeta que, reconociendo su superioridad constructiva y de maniobrabilidad, pasaron a servir en la Royal Navy por largo tiempo inspirando, igualmente, la obra de barcos que son casi una leyenda. ¿Se adivina? Sí, es el HMS Victory.
Así las cosas, llegó a España un vaso migratorio con maestros de la talla de Sayers, Rooth, Howell, Mullan o Bryant que se instalaron en los diferentes Departamentos Marítimos de la Armada. Y en lo concerniente a lo que nutre este artículo fueron ocho navíos los que se levantaron en Guarnizo con el llamado “sistema inglés”. Curioso que esa nueva ciencia náutica fuera a enfrentarse, precisamente, a Reino Unido, pues sería a partir del segundo tercio del “siglo de las luces” cuando España e Inglaterra entrarían en una espiral de contiendas globales cada vez más agresivas. De la popularmente conocida como Guerra de Jenkins a la Independencia de las Trece Colonias… entre otras muchas lides.
Pero vuelvo a Guarnizo. De esos ocho navíos con el alma puesta en la ría del Solía, el más célebre de ellos fue el “Arrogante”. Tenía planos de Howell y su asentista fue el antes mencionado Fernández de Isla. Su hoja de servicios coparía un espacio más extenso del que llevo escrito, por lo que me limitaré a mencionar que participó en acciones muy destacadas en El Caribe, durante la Guerra de los Siete Años, en el incidente de Nootka, en choques contra la guillotina de la revolución francesa y en las posteriores Guerras Napoleónicas. En conclusión: la crème de la crème bélica del siglo XVIII. No se le pedía menos a un buque cántabro.
Indudablemente, llegados a este punto, los lectores se preguntarán que si la cosa va de barcos —que diría Woody Allen—, dónde está el Nepomuceno. ¡Pues aquí! En 1766, cuatro años antes de que Carlos III creara el Cuerpo de Ingenieros de Marina, comenzaba su construcción en Guarnizo. Este buque entraba en un conjunto mayor compuesto de seis navíos y cuatro fragatas contratadas para la Corona por el asentista Manuel de Zubiría, al alimón, feliz relevo de Fernández de Isla en la promoción industrial del astillero Montañés. Pues bien, el archiconocido buque que comandó Cosme Damián Churruca en Trafalgar, se desarrolló bajo los preceptos hidrodinámicos de Francisco Gautier. Con el francés al frente los cambios más significativos que se aplicaron respecto a los navíos de Jorge Juan residieron —dicho muy gruesamente— en alargar la quilla sin variar proporcionalmente la eslora, así como en la separación y aprovechamiento de madera entre cuadernas.
El navío resultó ser rápido como un marrajo y ligero como un pez vela. Buena cuenta de sus cualidades mostró en sus operaciones de escolta en América y hostigamiento a los ingleses en las mismas aguas. Tras décadas en el otro lado del Atlántico, siendo la jaqueca de la Marina Real Británica, pasó al Mediterráneo en el marco de la guerra de la Convención Francesa desenvolviéndose en labores de patrulla y transporte de tropas en tanto enseñaba dientes de sus portentosos 74 cañones. Para 1803, el mando del buque recayó en Churruca. El ilustrado brigadier —oriundo de la villa de Motrico, como lo fue el gran Gaztañeta—, tuvo la firme intención de modificar el navío a conveniencia redistribuyendo sus cargas, sin lograr autorización para ello. Dos años más tarde, el Nepomuceno presentaba credenciales en Trafalgar y en primera línea de batalla. Aquel 21 de octubre de 1805 la tripulación del buque se batió con toda la fiereza que se le presumía a quien lo capitaneaba. El valor de su dotación, que vivió una indescriptible carnicería encarándose inclusive al HMS Dreadnought —el buque más avanzado de la Royal Navy— durante las seis horas de combate, fue lo que transformó el barco en leyenda.
Un buque gemelo, el Santo Domingo, sería una de las últimas grandes naves salida de Guarnizo durante el siglo XVIII, pues El Ferrol cursaba ya historia como la nueva perla en la contemporaneidad de la Real Armada.
Paradigma de aquellos años fue el caso que refiere al buque Montañés —cuyo nombre evoca de manera preclara la bahía santanderina— que fue promovido por los hermanos Francisco y Joaquín Bustamante y Guerra. De ambos fue la idea de construir el que, efectivamente, terminó por ser el navío más vanguardista de su tiempo y cuyo fin último, amén de ser regalo para el rey, era el hecho de, literalmente, presumir de capacidad tecnológica y orgullo cántabro como bandera del Imperio Español.
Hoy diríamos que los hermanos Bustamante iniciaron un “crowfounding” de manual para lograr su propósito, es decir, que la nave se levantara en Guarnizo. Y aunque estuvieron muy cerca de su propósito, Antonio Valdés, a la sazón ministro, inclinó la balanza para que el buque de los mil y un prodigios acabara por ser fabricado en El Ferrol.
Termina así este repaso por la historia del Real Astillero de Guarnizo, una auténtica “Maison Balenciaga” para la construcción de naves que vistieron y visten los sueños de todo aquel que idolatra la mar.
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