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Andalucía, puerta del Barroco: “Miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”

Más que barroco andaluz

Aquel discurso de Don Quijote (1605), que comienza diciendo “…dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima…” (Quijote I, XI); quisiera yo que viniera tan a pelo en la ocasión presente, cuando muchas son las minas –en el sentido más lato del término, no sólo económico–, pero pocas las que proporcionan oro verdadero.

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Anónimo, Viñeta de portada con Don Quijote (1618),grabado en cobre (Cervantes Saavedra, Seconde partie de l’histoire de l’ingénieux et redoutable chevalierDon Quichotte de la Manche, 1618).

¿Qué entendemos cuando utilizamos el término “barroco”, sea como sustantivo, ya como adjetivo? ¿A qué se refiere?

Nos enseña la Teoría de las Artes que el Barroco como movimiento estético coincide con la llamada “Edad de Oro”, esto es, con los siglos XVI y XVII, en virtud de un desplazamiento paulatino desde el Renacimiento, al que engulle y transforma, ora como evolución, ora como reacción.

Empero, la imagen que hasta nosotros ha llegado de los Siglos de Oro de la Cultura Hispánica –también, claro está, Hispanoamericana, al otro lado del Atlántico–, a menudo se ve contaminada por tantas leyendas –unas más negras que otras–, como por el deslumbramiento de un tipo de arte marcado por el exceso espectacular católico; especialmente a partir del impulso de la maquinaria propagandística contrarreformista en sus manifestaciones callejeras andaluzas. Una estética por cierto, reinventada por completo en el XIX.

No es del todo incierta la idea de que el Barroco sea un desbordamiento con tantas luces como sombras; antes bien, los Siglos de Oro de la Cultura coinciden con el ascenso y caída libre de la política y la economía de aquel amalgama que a duras penas podía llamarse “España” a finales del siglo XVI. Así es que mientras las bancarrotas se sucedieron una tras otra bajo los reinados de los Austrias, los ingenios se afinaron y las plumas se afilaron, mostrando que al fin y al cabo, el mundo es tan sólo imagen y representación.

Lo que no es poco, pues tras los oropeles y los espectáculos de la Corte y la Contrarreforma, no subyacen sino el vacío y la desolación del ser humano enfrentado contra el tiempo, que, ya lo dijo Virgilio en las Geórgicas, huye inexorablemente. De ahí el motivo recurrente de las “vanitas”, que nos recuerda que el tirano Cronos todo lo corroe, y por ello, la muerte nos muerde los talones a cada paso. Como si hiciera falta recordarlo… Pero aun hay más: la mirada verdaderamente barroca va siempre acompañada de un matiz irrenunciable: una sonrisa pensativa, cuando no una carcajada lúcida, que conjura todo miedo y espanto.

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Finis gloriae mundi (1672), de Juan de Valdés Leal, Hospital de la Caridad (Sevilla).

Juego de ingenio, caso de máxima erudición, misterio insondable, revelación intempestiva y acto de ironía, el Barroco se caracteriza por una pomposidad bárbara, una fantasía desenfrenada, una fiesta alocada en donde todo se torna en su contrario… también un refinamiento exquisito, una lucidez afilada y, ante todo, una actitud desengañada –que no desencantada– hacia las apariencias del mundo.

El Barroco es, pues, una constante histórica, como ha demostrado la Ciencia Semiótica, aquella a la que corresponde explicar los significados y los sentidos de toda clase de textos; así lo ponen de manifiesto estudiosos de distintas épocas y procedencias, como el ruso Jurij M. Lotman (1922-1993), o el italiano Omar Calabrese (1949-2012), a quien se debe el término “neobarroco” para referirse a este temperamento que llega hasta nuestros días.

Andalucía ante la Edad de Oro

El Barroco histórico está íntimamente ligado con una región geográfica: Andalucía. Como realidad paradójica y por tanto plenamente barroca, Andalucía a duras penas era la “patria” de nadie ni de nada; sino una frontera, puerta y puerto hacia otros mundos posibles que, en el peor de los casos, sólo alcanzaba la fama de ofrecer un antro de perdición para quienes anhelaban un porvenir más desahogado. Aún así, Andalucía fue mucho más que un espacio para cierta novela picaresca, muy notable por cierto y de recomendable lectura en la actualidad.

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Iglesia de San Juan Bautista en La Palma del Condado y la Basílica de San Juan de Dios en Granada
(fotos: Junta de Andalucía)

Quizás Andalucía fuera por su posición medianera entre continentes, en el Siglo XVI, más puerta de América –las inconscientemente llamadas “Indias”– que de África, a pesar de la cercanía geográfica. Paradojas propias del Barroco como laberinto. También quizás por su Historia multicultural –y tras las sucesivas tentativas de expulsión de judíos y moriscos de aquellos siglos–, pudiera definirse como tierra de nadie y al mismo tiempo de todos.

Sea como fuere, el Barroco no surgió de la noche a la mañana, sino que el lento desplazamiento renacentista y manierista sólo fue posible gracias al impulso del ingenio colectivo e intersubjetivo en los cenáculos cultos; también y sobre todo, por el papel propiciatorio del mecenazgo que prefería el Arte por encima de toda otra cosa como forma de vida. Dígase alto y claro: si existió una lengua literaria barroca alguna vez, muy probablemente, esta sonó con acento andaluz.

Y es que Andalucía tiene nombre propio en el siglo XVI: Fernando de Herrera (1534-1597), no por azar apodado “el Divino”. Sus celebérrimas Anotaciones a la poesía de Garcilaso (1580) no dejan de ser un acto de refinadísima erudición, al tiempo que se presentan como innovación con respecto al carácter imitador de los clásicos en lengua romance, así como de los modelos italianizantes del siglo precedente.

Desde Herrera y en lo sucesivo, las puertas del canon culto que habría de eclosionar –¡y vaya explosión!– con la polémica gongorina en torno a la publicación de Soledades (1613), se acababan de abrir. Sí, muy recordada es la enemistad del narigudo Luis de Góngora y Argote (1561-1527) con el jorobado Francisco Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos (1580-1645), en una sarta de cuanto menos curiosas sátiras. Mas no se puede reducir la ironía barroca, tampoco su expresividad, ni mucho menos ese rasgo característico del barroco, que es la erudición, a una selección de insultos procaces con los que sonreírse en suplementos culturales más o menos bienintencionados, otras veces con propósitos meramente chocarreros.

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Fernando de Herrera “el Divino”, por Francisco Pacheco, Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Madrid, Biblioteca de la Fundación Lázaro Galdiano.

Por el contrario, el apasionante panorama de la Edad de Oro es muchísimo más basto. Y ello nos devuelve, una vez más, al Sur. Andalucía deviene, así pues, espacio cultural rico en grado máximo, en donde las imprentas, que se expanden en número por las ciudades como una mancha de aceite descontrolada, ponen a punto su maquinaria para producir a velocidad de vértigo una cantidad de impresos que rozan el infinito a principios del siglo XVII.

Y a la sazón, lo cierto es que a principios de aquella centuria que abren el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (1599) y la primera parte de Don Quijote de la Mancha (1605), el ambiente cultural andaluz generó un espacio académico y de ingenio –cuando no de ironía, como se puede leer en los opúsculos de Jáuregui y sus partidarios contra el poeta cordobés Góngora y los suyos– sin igual. Con el consiguiente resultado excepcional del surgimiento de una crítica literaria tan experta como creativa, bajo el signo inconfundible de la erudición, en virtud del intercambio de materiales impresos y en la estela de las Anotaciones… del “Divino”, cuyo nombre queda indeleblemente grabado en el frontispicio del nuevo siglo.

Otras puertas al Barroco: Andalucía como espacio literario

Es también Andalucía la quintaesencia temática en la Literatura de aquel tiempo. Ya que la lista de obras que mencionan a la región meridional de La Ibérica como espacio de las mismas sería interminable, querría poner el colofón a este ensayo con una referencia imprescindible.

Se trata del soneto –con estrambote– titulado “Al túmulo fúnebre del rey Felipe II en Sevilla”, que escribió un ingenio no siempre clasificable como “barroco” de forma clara, pero sí situado a las puertas, cuya obra cumbre –coincidencias marcadas por el destino–, se dice en el prólogo de la misma que “se engendró en una cárcel [la de Sevilla], donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”. Me refiero, naturalmente, a Don Quijote de la Mancha (I, Prólogo). Y su autor: Miguel de Cervantes Saavedra, alcalaíno de nacimiento que conoció Andalucía bien a fondo… quién sabe si quizás demasiado a su pesar.

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El Túmulo del Rey Felipe II fue un monumento de gran tamaño creado en Sevilla en el Siglo XVII para honrar a Felipe II de España tras su fallecimiento. Su costosa construcción y su espectacularidad motivó la atención de varios escritores en el Siglo de Oro Español. Fue colocado junto a la Catedral de Sevilla.

Al túmulo fúnebre del rey Felipe II en Sevilla

«¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!
Porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?

»Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y nobleza.

»Apostaré que el ánima del muerto,
por gozar este sitio, hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente».

Esto oyó un valentón y dijo: «Es cierto
cuanto dice voacé, seor soldado,
y el que dijere lo contrario miente».

Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

Cervantes escribió este soneto quizás atípico, pero no raro. Frente a los dos cuartetos y los dos tercetos preceptivos de la estrofa, la innovación consiste en incluir un “strambotto” (del italiano) o terceto de más al final; ejercicio de ingenio parejo a la ironía que destila su escritura. En el poema se menciona a Sevilla como urbe magnífica, “triunfante en ánimo y nobleza”, y capaz de rivalizar con Roma, capital de la cristiandad. Si bien peca de soberbia y exceso la comparación –rasgo plenamente barroco–, la mirada irónica no se esconde ante el más grandioso monumento que la gallarda ciudad tributó a aquel soberano que todo lo tuvo, en un imperio en el que, decían, “nunca se ponía el sol”. Y es que hasta el difunto, así se nos asegura, incluso desafía las leyes de la naturaleza por querer volver del mundo de los muertos para contemplar tan portentoso espectáculo.

San Cristobal de Juan Martínez Montañés. Éste escultor colaboró en 1598 con Miguel de Cervantes, cuando se realizó el túmulo de Felipe II, con motivo de la defunción del rey y por orden del capítulo catedralicio. En esta obra intervinieron, además, una gran parte de artistas sevillanos. A Montañés se le encargaron diecinueve esculturas de gran medida y a Cervantes un escrito para leer delante del túmulo, un soneto titulado: Al túmulo del rey Felipe II,21​ en tono satírico, que fue muy comentado entre el círculo cultural de Sevilla.

Un fanfarrón sevillano –en eso la ciudad de la Giralda no ha cambiado en absoluto– desafía a quien quiera que escuche a rivalizar con la grandeza del homenaje al poder omnímodo del Austria… y entonces: ¡magia! ¡La voz lírica cervantina hace un truco de desaparición! “Miró al soslayo, fuese y no hubo nada”… Toda la grandeza se desvanece en un abrir y cerrar de ojos (in ictu oculi), así pasa la gloria del mundo (sic transit gloria mundi); y ante tan ambiguo desenlace, el lector se sonríe desconfiando de la fanfarronería del valentón: a pesar de las mejores intenciones para desafiar a la mismísima muerte, siempre triunfa la nada. Tras el espectáculo grandioso, nada más que el vacío. Y esa experiencia humana tan sólo se puede expresar mediante el ingenio más agudo, con una erudición refinada, desde el manejo creativo de las técnicas del Arte y, ante todo, cultivando la sonrisa pensativa capaz de conjurar cualquier clase de peligro –incluso ante el luctuoso acontecimiento de la desaparición del hombre más poderoso del mundo: ¡metáfora de la fugacidad del ser humano!–.

En esto consiste, a mi juicio, ser plenamente barroco; cuánto más en otros barrocos, como en nuestro neobarroco contemporáneo, en donde tan a menudo y por arte de magia, apenas se mira al soslayo… “y no hubo nada”.

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Mujeres en la ventana
de Bartolomé Esteban Murillo, 1665-1675 (Galería Nacional de Arte, Washington D. C., Estados Unidos)

Referencias

Alemán, Mateo (1994). Guzmán de Alfarache. Edición de José María Micó. Madrid: Cátedra.

Calabrese Omar (1994). La era neobarroca. Madrid: Cátedra.

Cervantes Saavedra, Miguel (2005). Don Quijote de La Mancha. Edición de Francisco Rico. Madrid: RAE.

Góngora, Luis de (1995). Soledades. Edición de John Beverley. Madrid: Cátedra.

López Bueno, Begoña (ed.) (1997). Las “Anotaciones” de Fernando de Herrera. Doce estudios. Sevilla: Universidad de Sevilla.

Lotman, Jurij M. (1999). Cultura y explosión. Barcelona: Gedisa.

Virgilio Marón, Publio (2012). Geórgicas. Edición de Jaime Velázquez. Madrid: Cátedra.

_Manuel Broullón

Doctor en Literatura y Comunicación de la Universidad de Sevilla. "Flâneur" a lo largo y ancho del mundo. A ratos docente, a ratos cuento historias.
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