La historia de uno de los hallazgos arqueológicos más famosos está envuelta en el misterio. En la primavera de 1820, un campesino –Yorgos Kendrotás– descubrió una estatua de mármol enterrada en las ruinas de la antigua ciudad de Milo, en la isla griega del mismo nombre. Al excavar los cimientos de un muro, se topó con una cripta que contenía una majestuosa figura femenina, más grande que el tamaño natural. El torso desnudo, con un brazo extendido y otro doblado, sostenía una tela que cubría sus piernas. Junto a ella se encontraron asimismo un antebrazo y una mano sosteniendo una manzana.
El campesino y su hijo, impresionados por el hallazgo, intentaron esconder los bloques de mármol en su casa, de los que solamente pudo desplazar uno, debido a su gran peso. Trató de vender a las autoridades (otomanas por entonces) ese fragmento. Antes de que ocurriera un clérigo de la isla contactó subrepticiamente con un oficial naval francés, Jules Dumont D’Urville, para eludir a los turcos. D’Urville reconoció el gran valor artístico de la Venus y avisó rápidamente al embajador francés en Constantinopla para que comprara a escondidas la escultura, antes de que los otomanos la vieran.
Un mes después, cuando el secretario del embajador llegó a la isla para comprar la pieza, se topó con que unos marineros turcos ya se la estaban llevando. En la refriega por la estatua, ésta resultó dañada al ser golpeada contra las rocas en el apresurado camino hacia el barco. Finalmente, los franceses lograron recuperarla, aunque incompleta (como la conocemos), y la embarcaron rumbo a Francia.
Al llegar a París en 1821, el rey Luis XVIII la hizo exponer en el Louvre. La ausencia de brazos desató todo tipo de especulaciones. Para evitar un conflicto diplomático, se guardó silencio sobre la violenta apropiación de la figura. No fue hasta 1872 que el embajador Jules Ferry viajó a Grecia para intentar resolver el misterio. Allí confirmó que los franceses se la habían llevado por la fuerza y pagado muy poco por ella.
La identidad de la diosa también estaba envuelta en el enigma. Podría representar a Afrodita, diosa griega del amor, o a Anfitrite, venerada en la isla donde se halló. Fechada en el 120 a.C., la estatua en dos bloques muestra a una figura femenina, sensual pero etérea, con la cadera ladeada y una pierna adelantada. El movimiento se acentúa por el tratamiento del lienzo, pegado a la pierna y cayendo a ambos lados en amplios pliegues. Con el cabello recogido, es posible que originalmente sostuviera la tela con la mano derecha o una manzana y tuviera el brazo izquierdo levantado.
Obra maestra helenística del siglo I o II a. C., la Venus de Milo (como se la conoció posteriormente) cautivó al mundo por su belleza y misterio. En 2010, tras una restauración, la icónica diosa del amor volvió a lucir su mármol original en una gran sala del Louvre, lista para seguir deslumbrando a los visitantes. Su historia, llena de peripecias, lejos de empañar su legado, contribuyó a alimentar el mito en torno a esta gran joya de la antigüedad que emergió de entre las ruinas.
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