Estaba escuchando el Anything Goes. No la versión original de Cole Porter, sino la que John Williams arregló para la fastuosa introducción de “music hall” con la que da comienzo Indiana Jones y el templo maldito. Gracias Williams y Spielberg por existir. Lo digo ya, de corazón y como deudor mayúsculo del imaginario que me lleva acompañando desde que era un niño. El niño que seguiré siendo siempre.
Esta extraordinaria canción y toda la pompa y circunstancia que la construyen evocan, como no podría ser de otra manera, un sonido muy concreto que dibuja en mi cabeza el contorno de una palabra mágica: Hollywood.
Y si voy a hablar de Hollywood, esta vez, lo haré desde la que fue una de sus delegaciones con más encanto. Y la última fuera de la tierra que vio nacer aquella industria de sueños sofisticados antes de su, por otra parte, consustancial transformación a finales de los sesenta. ¿Hablo de Roma? Bien podría ser. Pero no, se trata de Madrid, de modo que ¡luces, claqueta y “Mad about Hollywood”!
A comienzos de los años cincuenta, los grandes estudios del valle de California, así como sus despachos de financiación en Nueva York, tomaron la decisión de deslocalizarse. Abrirse al mundo y captar así la atención de nuevos nichos de público en tanto que también, cómo no, aliados de negocio. En España y en aquellos momentos estaba Franco al timón del gobierno y, perspicaz como era, no tardó en proyectar nuestro País como un extraordinario edén de localizaciones e incentivos para hospedar rodajes de toda índole a lo largo y ancho de los cuatro puntos cardinales. Y claro, aterrizó la United Artist, también la Paramount o la muy legendaria (ya en aquellos días) Metro Goldwyn-Mayer.
De repente, en aquel Madrid que tan sugestivamente retrató Francesc Catalá Roca, se volvió común encontrar nubes de periodistas y fotógrafos arremolinándose en las pistas de Barajas, corbatines al viento y lentes “clubmaster” mediante, esperando a ver bajar de aviones de Iberia, Pan Am o TWA a las estrellas de la gran pantalla. Figuraos, queridos lectores, aquel mar de flashes Agfa refulgiendo en los rostros de Hepburn, Grant, Hayworth o Power mientras las turbinas de los Douglas DC-3 calmaban sus carraspeantes bramidos al swing de sordinas y proemios de rock & roll.
En apenas dos décadas, gracias a las productoras antes mencionadas y el asentamiento de otras, cuya fundación estuvo íntimamente ligada a Madrid (caso de la creada por el genial Samuel Bronston, que le dio el relevo a los Estudios Chamartín) la propia capital, así como sus atractivos alrededores mantuvieron un idilio en el que rodajes de films, hoy inscritos con letras de oro en la historia del séptimo arte, llenaron la ciudad de una sofisticación pintoresca. Casi mágica.
Mientras tenían lugar filmaciones como Alejandro Magno, Espartaco, El Cid, Orgullo y Pasión o Doctor Zhivago, una artería nacida con vocación cosmopolita, o sea, la Gran Vía, se iluminaba petulante para arropar el glamour de aquellas mieles venidas de los californios bulevares. Los que afloraban con aceras de lustre flanqueadas por los espigados troncos de las palmeras washingtonias. Esa especie arbórea nacida para ser vestida por Thierry Hermès y que eran, casi, un souvenir más de Los Ángeles.
Se asentaba en Madrid el cocktail y comenzaba el apogeo de los locales “a la manera de”. Pasapoga, Café Oliver, Pidoux o Chicote eran espacios de moderna suntuosidad en los que lucir los pespuntes de lo último en alta costura mientras, miradas galantes y labios escarlata, cruzaban, no pocas veces, mucho más que impresiones sobre los rodajes que ornamentaban la actualidad más chic de la capital.
¿Se podía cruzar uno en la plaza del Callao con Frank Sinatra? Si. ¿Y también con Ava Gadner saliendo del tablao Villa Rosa? Por supuesto. ¿Y a Sofia Loren en paseando por El Escorial? Vamos que también.
Como digo, había magia en el ambiente. Era un Madrid presumido y galante. Divertido y curioso. Nada gris y vertiginoso desde la Puerta del Sol a Guadarrama. Era una ciudad por y para construir sueños en Cinemascope.
- En Doctor Zhivago, por ejemplo, se usó la estación término de Delicias (ahora Museo del Ferrocarril) para hacerla pasar por la de Moscú. ¡Qué frío y qué impresión la teatralidad de semejante decorado!
- 55 días en Pekín, otro clásico que no puedo, sino recomendar, se rodó en diferentes puntos de la Comunidad; entre ellos, el municipio de Las Rozas. El Cid, obra mayúscula de Anthony Mann, tuvo algunos de sus espacios más representativos en Manzanares El Real.
- Las aventuras de Simbad, en Colmenar Viejo, El fabuloso mundo del circo… en un estanque del Retiro desecado a tal efecto para disfrazarlo de… ¡Parque de atracciones vienés!
Pero hay más. Una obra maestra de Kubrick y con guión de Dalton Trumbo como Espartaco, se rodó al galope de la Casa de Campo y una Alcalá de Henares transformada en Metapontum. De punta a punta y tiro porque me toca.
Rodajes como estos, se superponían a los que ya la industria del cine nacional estaba llevando a cabo por esos mismos años ilustres genios como Ferreri, Neville, Nieves Condeo el propio y muy querido Fernando Fernán Gómez. Imaginad que bullente aquel Madrid de celuloide.
Dedicado a Elia Rodríguez.
Descubre más desde El Reto Histórico
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.