El cementerio de Villa Sanjurjo es un vestigio de lo que fue, de lo que fuimos. Moros, cristianos, judíos, ateos. Todos tienen cabida en él. Civiles y militares “conmueren” en él. Aún pueden verse la placa a los fallecidos en la campaña de Alhucemas de 1925 y el gran mausoleo legionario.
La muerte no es el final
La verdadera muerte es el olvido. Quizás, por eso me afano en visitar cementerios en los que no reside nadie que conozca; para sacar de la verdadera muerte a aquellos que ya hace mucho que la sufrieron. Visito a los muertos que como persona no me pertenecen, pero que como humano sí. Hay que tener presente que todos llegamos a ese estado. Muertos y olvidados. Y que triste debe ser morir sin motivo o de sopetón: sin haber cumplido lo propuesto, sin haberse despedido del ser amado, sin tener atada la vida como para dejarse llevar por la Parca sin sentir desesperación.
Me consuela creer que, al menos, hay quién vivió para sí mismo, para alcanzar sus sueños o hay quién entregó lo mejor que tenía— su tiempo, su juventud, su vida— por salvar a otros (o eso creían firmemente cuando perdieron).
O eso quiero pensar cada vez que visito los panteones que ha dejado la Guerra de África, o las ajadas sepulturas de los niños de principio de siglo, o las familias enteras bajo un mármol tallado y de las que nadie sabe nada.
El olvido tiene su nombre escrito
Durante nuestras visitas a la actual villa de Alhucemas, nos hemos pasado alguna vez por el cementerio español que allí existe. A pesar de que el consulado español paga a un vigilante para que se haga cargo del lugar, su estado no difiere mucho de los otros camposantos abandonados que se pueden encontrar en el antiguo Protectorado Español: olvidado.
Olvidado, perdido entre los pliegues del tiempo, cubierto por la lluvia roja del desierto, rodeado de áridas plantas, de animales lentos como la paz eterna.
Anduvimos en la yerma tierra, buscando un ápice de recuerdos, de historia, de las almas.
Parece que la indiferencia se ha apoderado de todos lo que viven afincados cerca de aquel lugar—cristianos o musulmanes— y que nadie rememora a alguna de aquellas personas. Y eso que la última que recibió sagrada sepultura fue alrededor del año 2014.
Serpenteamos entre los marmóreos y pétreos túmulos. Los civiles se entremezclan con los militares, buscamos los símbolos, las flores, las velas, los nombres, las fechas… Buscamos algo que nos indique quién descansa allí, quién ha sufrido una segunda muerte, quién ha dejado de existir.
Y, a pesar de la erosión del clima, quedan restos de todos ellos. 1925, Targuist, abril de 1998, subió al cielo, Torres de Alcalá, la agrupación artística de Villa Sanjurjo, a los 73 años, tus hijos no te olvidan, viuda de Cruz, Castelar 63, el niño Francisco Gómez, legionarios a morir.
El patrimonio de las almas
Los que allí descansan son patrimonio de nuestro país. Ya sea una costurera, como la famosa (y ficticia) Sira Quiroga, un oficial de ingenieros, un niño en etapa preescolar o un número indefinido de legionarios.
Alrededor de 3000 españoles, algunos más valientes que otros, rubios, morenos o pelirrojos, una mayoría que no superó la treintena, con uniforme verde o delantal negro. Realmente eso poco importa, lo que debe quedar es que están allí, muriendo en el olvido.
La ruina amenaza a las almas y el chico del consulado español recibe una paga por pasarse por las mañanas para comprobar que no haya nuevos destrozos. Nadie paga para que perdure el patrimonio español escondido en esta ciudad marroquí.
Aportamos nuestro granito de arena cada vez que vamos. Un ramillete de clavellinas —siempre insuficiente— que repartimos entre aquellos que alguna vez fueron padres, hermanos, novios, hijos, abuelos… personas, y hoy son lápidas.
Estelas de materiales que parecían eternos y ahora son desvencijados trozos de piedra; el mármol más duro, está quebrado y en sus últimas; los azulejos desconchados, sucios y perdiendo el brillo; las coronas de flores talladas en los sepulcros están partidas en mil pedazos; y los metales, que se saben perecederos al clima, están desintegrados, convertidos en unas motas más de la roja lluvia desértica.
Sus historias son para contarlas, pero nadie las conoce ya. Algunas se oyen percutir entre las tumbas —como un eco lejano—, pueden llegar a parecer voces aullantes de oficiales dando órdenes o soldados clamando al cielo por la bala recibida; quizás risas decimonónicas de niños ausentes o viejos parloteos de vecinas en la puerta de la calle.
Pero ello no es más que sugestión, querer saber y no poder porque ya no hay nadie que te cuente nada: porque estás en un páramo africano, entre el mar y el desierto, del que nadie en España quiere ya saber nada. Y nosotros, nosotros somos unos locos que ponemos flores a los que nadie conoce, y que nadie quiere conocer. Gente demasiado preocupada por el pasado, algo que a la generación Tinder no le importa nada. A los que vendrán, les dará igual.
No olviden
Todo aquel que reside en esta tierra —en la antigua Villa Sanjurjo— ha muerto dos veces, una cuando se les fue la vida y otra, ahora. Porque la verdadera muerte es el olvido.
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