El flâneur es ante todo un personaje literario. Un flâneur encuentra las historias al azar durante sus paseos: ni el mundo, ni su imaginación, ni tan siquiera sus propios ojos, existen con anterioridad.
Por eso la creación del universo (la primera chispa prodigiosa del big bang) surge a cada paso que da, toda vez que se produce uno de esos encuentros fecundos con algo o alguien que excita su creatividad.
Abandonábamos Collioure por donde habíamos venido: por la estación de tren regional que une el departamento de Langedoc-Roussillon con los pirineos catalanes. A diferencia del anterior viaje, ahora las vías del ferrocarril discurren plácidamente por la planicie en la que tiene su asiento la ciudad de Perpignan, y en ella también nuestro merecido reposo tras esta larga jornada de aventuras.
Durante la travesía vimos multitud de banderas. Unas veces –creo– a cuenta del límite fronterizo, que aunque semi abandonado, aun mantiene su dignidad secular de confín divisorio. En otras ocasiones resulta ser justo lo contrario, pues a ambos lados de la línea pirenaica se ve la bandera estelada de resonancias nacionalistas, tanto al sur de un país como al norte del otro, a pesar de que ya lo habíamos dejado atrás. Banderas que señalan que se sale de un sitio –o que se quiere abandonar– y que se entra en otro.
Al despedir a Antonio Machado en Coilloure, una de las lapidarias reflexiones de su alter ego Juan de Mairena me sale al paso en una de esas lecturas fugaces frecuentemente interrumpidas en el compartimento del tren al anochecer:
“Algunos sentimientos perduran a través de los tiempos; mas no por eso han de ser eternos. ¿Cuántos siglos durará todavía el sentimiento de la patria? ¿Y el sentimiento de la paternalidad? Aun dentro de un mismo ambiente sentimental, ¡qué variedad de grados y de matices! Hay quien llora al paso de una bandera; quien se descubre con respeto; quien mora indiferente; quien siente hacia ella antipatía, aversión. Nada tan voluble como el sentimiento. Esto debieran aprender los poetas que piensan que les basta con sentir para ser eternos.”
Junto a un sudor frío me viene de pronto el presentimiento de que, como personaje literario, tampoco yo puedo ser eterno. ¿Mi conciencia desaparecerá? ¿Dejaré de ser? ¿Me apagaré para siempre? Sumido en estos macabros pensamientos andaba yo cuando Perpignan empezaba a ser una sucesión de bloques cuadrangulares que se alzaba desde el horizonte, haciéndose más y más grandes en torno a las ventanillas del tren; hasta que al final los edificios terminaron por envolver todo el vagón.
Ante el frío invernal lo mejor es pasar la velada calentando el espíritu y el ingenio con “une bouteille de vin” de la región, cuyo sabor afrutado espero que logre reconfortar mi conciencia literaria del temor a desaparecer.
Y sobre todo, para recordar que estoy vivo, al salir de la estación, en kiosco y por las calles, como buen curioso fui recogiendo meticulosamente los papeles que encontraba a mi paso para leerlos aunque sea por encima en los tiempos muertos. Ahora, mientras el vino reposa, en las primeras páginas de un periódico local leo que en la bandera europea, los británicos han quitado una de las estrellaitas amarillas que los representa… ah, los espíritus volubles y las banderas…
Un giro de página descubre otro mundo completamente distinto. Este problema está ligado a otra bandera y a la desaparición de una conciencia: “Muere Gilbert Baker, creador de la bandera gay arcoíris“. Escribe el redactor de aquel periódico que era el año 1976, y coincidiendo con el 200 aniversario de la creación de los Estados Unidos los activistas por los derechos sociales y homosexuales de San Francisco pensaron que sería buena idea diseñar una bandera que no estableciera límites entre fronteras, que no representara un “nosotros” contra un “vosotros”. Y entonces Baker diseñó una bandera con ocho colores, imitando un arcoíris que ondeo por primera vez en 1978 en el edificio de Naciones Unidas –el lugar de todas las naciones–.
Los colores se descomponen, de la luz blanca al arcoíris, lo uno y lo diverso, lo múltiple y lo simple reunidos en una sola superficie. Por eso recorté una frase que me gustó de Gilbert Baker y que he pegado en este collage de fotos y de recortes de prensa:
El arcoíris es tan perfecto porque en verdad encaja con nuestra diversidad en temas de raza, género, edad, todas esas cosas. Además, es una bandera natural: ¡viene del cielo! Aunque el arcoíris ha sido usado de otras formas en la vexilología*, este uso ha eclipsado cualquier otro que ha tenido.
De ocho tuvo que pasar a seis colores porque era difícil combinar los tintes de todas estas tonalidades, pero aun así me pregunto ahora si quizás Machado no tenía razón, y al final los símbolos pueden cambiar su significado, como este arcoíris eclipsa a cualquier otro uso en virtud de un sentimiento que es justo, como el amor deja de ser algo restrictivo de unos pocos –incluso una norma económica o una costumbre religiosa– para ser al fin el patrimonio de todos los que aman.
El vino ya está en su punto de temperatura. Lo abrimos para brindar a su salud, Mr. Baker. Y con este gesto reímos, porque nos damos cuenta de que la conciencia no perece si deja algún sentimiento tras de sí, por muy voluble y frágil que este sea, como el arcoíris se disipa al cesar la tormenta pero el amor sigue venciendo a todas las banderas excluyentes
Notas: *La vexilología es el estudio riguroso de las banderas.
Fuentes:
MACHADO, Antonio (1991). Juan de Mairena: sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1936). Madrid: Castalia.
MILLAR FISHER, Michelle (17/06/2015). “Moma acquires the rainbow flag” (entrevista con Gilbert Baker), Inside/Out.
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