Hablar del Descubrimiento y de los conquistadores es hablar de un todo extraordinario. Se abre ante nosotros un inmenso tapiz de seres y lugares magníficos alojados en un imaginario cultural del todo manierista y siempre presto a dejar volar la imaginación. ¿Habéis leído los relatos de aquellos intrépidos marinos, soldados y cronistas que vieron por vez primera aquellos paisajes o animales al ir adentrándose en América? Dejaron constancia de cuán amplia puede ser la sorpresa, sino admiración, y no sospechaban que, 500 años después, el eco de su estupor siguiera cautivándonos hoy día.
Y es que leer o escuchar el nombre de según qué regiones o urbes es dejarnos seducir por la grandeza de una frontera entre lo real y lo ficticio muy difícil de rehuir. Uno de esos núcleos quiméricos fue la Ciudad de los Césares. Una leyenda que, como otras muchas, se transformó en el motor de un camino en el que fundar, ahí sí, asentamientos que hoy son pueblos y metrópolis de peso.
¡Ah, la Ciudad de los Césares! ¡Qué evocador! Irremisiblemente se viene a la mente la imagen de una gran ciudad del Imperio Romano. Y no, lo cierto y verdad es que nada más lejos de ello. Y sé lo que estáis pensando: “jobar, ya me había hecho a la idea. Unos grandes bulevares soportalados de órdenes compuestos.Templos sobre podio dedicados a Júpiter, Minerva o Diana, su foro y, como no, un feliz teatro”. Pues insisto. No. ¿Qué le vamos a hacer?
El nombre viene dado por Francisco César. Uno de los exploradores españoles más olvidados de ese periodo áureo de las aventuras de ultramar y que no fue otro que el primer tercio del s.XVI. Este César era el capitán de la expedición que llegó al Río de la Plata comandada por otra ilustre figura de aquel tiempo: Sebastín Caboto. Llegados al sur americano el mencionado capitán desembarcó en tierra con una pequeña tropa de catorce hombres. ¿La misión de Francisco? En principio ir en busca de la Sierra de la Plata, muy seguramente el lugar que muy pocos años después quedaría bautizado como el cerro rico del Potosí.
Pero, ¿y por qué he dicho eso de “en principio”?, ¿no era la Sierra de la Plata la Ciudad de los Césares? Pues no. El lugar que hoy día se sabe mítico se cruzó en los planes de estos hombres mientras preparaban los pertrechos de su exploración al interior, cuando entraron en contacto con un grupúsculo de españoles que habían logrado sobrevivir allí desde que fracasara la expedición de Juan Díaz de Solís casi catorce años antes. Veréis por qué.
Remontemonos a 1516: la historia del mágico y sugestivo lugar parte de los nativos tupiguaraníes, oriundos de la cuenca del sur patagona los cuales, topándose con los supervivientes de la expedición de Juan Díaz de Solís, como digo, anterior a la llegada de Caboto, les hablaron de un lugar de increíbles riquezas en el corazón del continente que era gobernado por un Rey Blanco. ¡Ojo aquí! Un monarca blanco. Hummmm… ¿Un náufrago español adoptado y convertido al estilo de Gonzalo Guerrero?, ¿quizá un descendiente de los siempre viajeros Templarios? No… no. Es que el Rey Blanco tenía ese sobrenombre por estar su cuerpo bañado en plata. Ale, ahí queda eso. Seguimos.
De la expedición mencionada de Solís, algunos hombres pudieron regresar a España y, otros hubieron de hacer frente a las adversidades tras un naufragio en última instancia. Ellos fueron los que entablaron contacto con los tupíguaraníes y, por ende, ellos fueron los primeros en ir a la búsqueda de esa ciudad de opulencia.
Sabemos el nombre de quien logró ser el primero en alcanzar el imponente altiplano andino gracias a esa natural sed de ambición. Hablamos del portugués Alejo García el cual, sin embargo, no pudo volver para contar su proeza de viva voz pues cayó a manos indígenas en una emboscada. Total, que la tropa de aventureros, entre ida y vuelta, cientos de miles de kilómetros mediante y peligros inimaginables por doquier, se vio más que mermada pero los que lograron llegar a la costa de Santa Catarina (actual Brasil) lo hicieron con nobles minerales en sus bolsillos. Y, hete aquí, esas muestras de metal precioso fueron los que alimentaron la imaginación sobre aquel fantástico lugar.
Y explicado esto, avancemos en el tiempo hasta la llegada y encuentro de Caboto. Fue él y su gente la que ya, en 1526 y, precisamente en Santa Catarina, intercambiaron impresiones con los supervivientes de Solís y esa supuesta urbe de oro y plata. ¡Los dominios del gran Rey Blanco!
No hizo falta excesivo empeño para convencer a Caboto y los suyos de que cambiaran sus planes para ir en busca de aquella rica ciudad y no de la Sierra de Plata pues lo primero despertaba los sueños y afanes de éxito con mucha más fuerza si cabe.
Y además, fijaos que curioso: algunas fuentes mencionan un hecho de lo más singular; y es que el propio Caboto habría llegado hasta aquel remoto lugar buscando el reino bíblico de Ofir. Esto, que quede entre Caboto y nosotros porque, de cara al Emperador Carlos V, el viaje estaba pensado para ir a las Molucas doblando el Estrecho de Magallanes, recién descubierto por aquel entonces.
Así las cosas, la nueva expedición se internó en el vasto y caudaloso Río de la Plata (de Solís entonces). Un año después, donde convergen los afluentes Paraná y Uruguay, fundó Caboto el fuerte Sancti Spiritus (primer asentamiento español en el sur americano) como piedra angular sobre la que hacer escalas logísticas si el descubrimiento de sus hombres prosperaba. No fue así, pero tampoco se puede hablar de fracaso absoluto. Me explico: al regresar meses después Francisco César y los que habían sobrevivido a esa marcha brutal, encontraron el fuerte de Sancti Spiritus arrasado por los indios pero lograron reunirse de nuevo con Caboto. El capitán entregó a este último un manuscrito (hoy perdido) donde relataba con pelos y señales lo que a todas luces era un paraíso patagónico de primer orden. Un paraíso entre Cuzco y el Estrecho de Magallanes. Fue, qué duda cabe, el acicate o dinamizador definitivo para asentar en el imaginario de españoles y resto de europeos la existencia de un gran reino forjado desde la raíz hasta la última teja, de piedras preciosas.
Esta es, a grandes rasgos, la historia de cómo pudo forjarse el relato mítico de la Ciudad de los Césares, o Trapalanda o el reino perdido incaico. A posterior se fueron superponiendo las crónicas de otros viajes que guardan estrecha relación con este mito, como por ejemplo la aventura ultramarina del Obispo de Plasencia en 1540. Pero eso ya es otra narración y, cómo no, también otro artículo. Hasta entonces, no dejéis de viajar leyendo.
Descubre más desde El Reto Histórico
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.