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La batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571)

El choque naval que detuvo al Imperio otomano

En la segunda mitad del siglo XVI el Mediterráneo fue el eje central de las disputas entre Imperios, y en su parte oriental el Imperio otomano sostuvo la iniciativa naval y política desde la toma de Constantinopla. Sultanes como Selim II, apoyados en una armada en expansión y en capitanes corsarios de probada pericia, hicieron bascular la balanza hacia Estambul. El asedio a Chipre (1570) y la caída de Famagusta (1571) marcaron el clímax de esa presión, mientras Argel y Túnez funcionaban como bisagras estratégicas de aprovisionamiento y apoyo a la navegación de corso. La amenaza sobre Sicilia y Roma dejó de ser una conjetura para convertirse en cálculo operativo en las cancillerías italianas y españolas.

El papado de Pío V asumió la tarea de cohesionar a la Cristiandad en una coalición eficaz y no meramente piadosa, con España como columna vertebral por músculo financiero, experiencia de mando y logística mediterránea. Felipe II encomendó a don Juan de Austria la dirección militar, con Venecia aportando saber naval, los Estados Pontificios recursos y contingentes, y Génova cuadros de mar y galeras. La Liga Santa nació en mayo de 1571 con un objetivo inequívoco: recobrar la iniciativa y negar mar al adversario en la ruta de Occidente.

Visión del Papa Pío V de la victoria de Lepanto (Museo Naval de Madrid)

La crónica del avance otomano en Chipre debe fijarse con rigor, porque modula el relato: la invasión comenzó en 1570 (cae Nicosia) y Famagusta capituló en 1571 tras una resistencia que asombró a Europa. Este detalle cronológico ayuda a comprender la urgencia con que Pío V apremió la Liga y la determinación española a equipar a toda prisa una armada de choque. La política, la fe y el cálculo naval se concentraron en una fecha y un golfo: 7 de octubre de 1571, golfo de Patras.

Messina: se arma la jornada

En Messina se desplegó el orden de batalla que la historiografía ha canonizado: 206 galeras y 6 galeazas por la Liga Santa, repartidas en tres grandes cuerpos. A la derecha, Giovanni Andrea Doria (Génova); a la izquierda, Agostino Barbarigo (Venecia); el centro lo condujo don Juan de Austria, con la insignia Real y las seis galeazas venecianas adelantadas como baterías flotantes; en la retaguardia, el marqués de Santa Cruz, Álvaro de Bazán, con misión de socorrer, sellar brechas y rematar. El plan de empleo combinaba cañón y abordaje: fijar y destrozar con fuego para entrar después con picas y arcabuces.

La galeaza —galera sobredimensionada, alta de costado y muy artillada— fue la innovación decisiva. Su altura la hacía casi invulnerable al abordaje desde una galera, y su andanada podía deshacer la proa enemiga antes del choque. Los venecianos la situaron por delante de la línea cristiana para desordenar la aproximación otomana, disparar a bocajarro y obligar al enemigo a elegir entre quedar bajo el cañón o abrir su formación. Este concepto táctico, sencillo en apariencia, requería temple y precisión, pues una galeaza mal gobernada podía convertirse en estorbo para sus propias galeras.

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Una de las galeras venecianas de Lepanto (dibujo de 1851, según una pintura de la década de 1570).

La armada otomana, más numerosa en galeras, confiaba en su agresividad tradicional y en la elasticidad de sus líneas. Uluch Ali (Occhiali), Pertev Pachá y Müezzinzade Alí Pachá repartieron derecha, izquierda y centro con la galera sultana por estandarte. El viento amaneció caprichoso y la calma chicha de las primeras horas favoreció el avance remado de la Liga, lo que apuntaló el plan de las galeazas: disparar primero, fijar después, y abordar al final.

“Calma chicha” y cañón: el alba del 7 de octubre

El alba del 7 de octubre de 1571 abrió con un Mediterráneo de azogue y silencios cortados por chasquidos de boga. Las galeazas venecianas escupieron fuego cuando las puntas turcas trataron de desbordarlas por fuera, rompiendo los espolones que encabezaban la línea de Müezzinzade. La humareda, los jarcias astillados y las proas perforadas ralentizaron el ímpetu otomano y dieron a la línea cristiana los minutos de oro que pedía el plan.

En el ala izquierda, Barbarigo contuvo a Pertev con obstinación veneciana. La lucha se hizo de proa a proa, arpones y picas, arcabuces y espadas. Una flecha le alcanzó en el rostro; no soltó el puesto. Aguantó lo suficiente para que el centro de don Juan aliviara su presión, señal clara de disciplina y cadena de mando en el conjunto aliado. La izquierda no se quebró, y con ello se sostuvo el eje del combate.

Batalla de Lepanto
La batalla naval, ilustración de 1574

En el centro se dio la escena axial de la jornada: don Juan cargó hacia la galera sultana con la Real y choques sucesivos abrieron paso a los españoles y venecianos. El combate a bordo fue una fragua: escalas, paveses, sables curvos contra montantes castellanos. La caída de Alí Pachá y la captura del estandarte verde quebraron la moral otomana, tanto como el estrago de las galeazas. El mar, a esa hora, ya no era un plano táctico; era un campo de ruinas flotantes.

A la derecha, Doria buscó aire para evitar que le cerraran por fuera y abrió involuntariamente una brecha. Uluch Ali la vio y la mordió sin vacilación: golpeó el sector maltés y siciliano, tomó la capitana de los caballeros y amenazó con enrollar el flanco. Entonces apareció Santa Cruz con mano fría e instinto cazador: reforzó, cerró la herida, devolvió el golpe y forzó a Uluch Ali a ceñir velas y escapar con cuanto pudo salvar. La retaguardia española cumplió su papel: sostener, acudir y decidir.

combate turcos francisco roel
Episodio del combate naval de Lepanto
Brugada Vila, Antonio de
Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado

Balance del día: presas, bajas y cautivos

Cuando la tarde cayó, la mar quedó sembrada de árboles rotos y estandartes caídos. La Liga Santa se impuso con claridad, con un botín de galeras capturadas que las fuentes sitúan en torno a 117 y miles de remeros cristianos liberados. Las pérdidas otomanas rozaron decenas de miles entre muertos y heridos, mientras los aliados contaron unos 7.500 muertos y miles de heridos. Entre estos, Miguel de Cervantes, que peleó en la Marquesa y quedó con la mano izquierda inútil: su orgullo por la jornada lo dejaría por escrito años después.

Las cifras, más allá del baile inevitable de los cronistas, revelan la magnitud del giro: la flota otomana dejó sobre el agua el nervio ofensivo y la Cristiandad recobró la respiración estratégica. La artillería embarcada, empleada con sistema a través de las galeazas, demostró su capacidad para dictar ritmos, condicionar rutas y abrir o cerrar el combate en el momento elegido por quien gobierna el cañón.

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Slag bij Lepanto, 1571, Romeyn de Hooghe (attributed to), after Don Juan de Ledesma, 1670 – 1699

Lepanto liberó a millares de hombres de los bancos de remo. La madera y el hierro de las galeras guardaban ese dolor que los partes transformaron en cifra. El mar, a la hora violeta, devolvió nombres y acentos: napolitanos, españoles, venecianos, genoveses, malteses. La victoria, más que júbilo, dejó una serenidad alta y grave en las cubiertas.

Del altar al astillero: consecuencias estratégicas y memoria inmediata

Pío V leyó la jornada en clave providencial y vinculó su recuerdo a la Virgen del Rosario, continuidad de una devoción que el propio pontífice había sistematizado en su magisterio. La Liturgia se hizo memoria pública: Nuestra Señora de la Victoria cambió luego a Nuestra Señora del Rosario por mandato de Gregorio XIII, y el 7 de octubre quedó sellado en el calendario. La cristiandad se reconoció capaz de cooperar militarmente, sin disolver sus intereses particulares.

El Imperio otomano, lejos de desmoronarse, reconstruyó su armada con rapidezsu aparato fiscal y sus arsenales eran formidables— y retomó Túnez en 1574. Venecia firmó la paz en 1573, aceptando la pérdida de Chipre; España, dueña del prestigio y de la iniciativa occidental del Mediterráneo, consolidó su liderazgo operativo frente a Estambul. Lepanto no anuló la presencia otomana, pero puso límites a su empuje hacia Occidente y recalibró la balanza durante décadas.

Felipe II ofreciendo al cielo al infante don Fernando tras la victoria en Lepanto, por Tiziano (1573 – 1575)

En los mapas mentales de Europa, Lepanto fijó una imagen: don Juan de Austria como adalid joven y cierto, la Monarquía Hispánica como árbitro del viento, Venecia como laboratorio técnico y el Papado como mecanismo de convocatoria. La iconografía multiplicó la victoria en lienzos, estandartes y grabados, y las cancillerías aprendieron lo esencial: la artillería y la disciplina iban a gobernar el mar, no el arrojo aislado.

Lepanto: la voz de Cervantes

La literatura española abrazó Lepanto como cifra de sacrificio y grandeza. Cervantes dejó la frase canónica, orgullosa y serena, para explicar la medida de aquel día: fue “la más alta ocasión…” en que le cupo pelear. Lope de Vega, Góngora y tantos poetas convirtieron la batalla en emblema; los sermones y fiestas cívicas la fijaron como un espejo colectivo. En el siglo XIX, en torno al renacer de los relatos nacionales, Lepanto volvió a brillar como síntesis de valor, técnica y mando.

En la tradición de la Monarquía Hispánica, Lepanto no fue un acto aislado, sino el resultado de una estructura de guerra compleja: aduanas, astilleros, arsenales, intendencias, virreinatos coordinados y un sistema fiscal que sostenía la mar. El éxito del 7 de octubre, sostenido sobre disciplina, innovación y nervio, reinó en la memoria porque explicó lo que España podía hacer cuando aliaba su ciencia de gobierno con su ciencia de la mar.

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Cervantes en Lepanto según Ferrer Dalmau

Técnica, doctrina y hombres: por qué se ganó

La clave doctrinal de la jornada residió en la transición del impulso de espolón a la hegemonía del cañón. El empleo de las galeazas como baterías adelantadas forzó al enemigo a combatir en los términos de la Liga y dio a la infantería embarcada el terreno que pedía: barcos parados o mal gobernados, cubiertas ya castigadas y líneas enemigas abiertas. El buen gobierno de las reservas por Álvaro de Bazán imposibilitó la maniobra envolvente de Uluch Ali y conservó la coherencia operativa de la derecha, sin comprometer el centro donde se decidió la moral del combate.

No hubo milagro técnico sin temple humano. Capitanes de mar como Doria y Barbarigo, maestres de campo experimentados, arcabuceros españoles y infantería veneciana mostraron la fusión de escuela y arrojo que España y sus aliados podían movilizar en una sola jornada. La muerte de Alí Pachá no sólo descabezó la coordinación otomana; expuso la fragilidad de un plan que partía de romper el frente cristiano con ímpetu. Don Juan de Austria demostró serenidad de ordenanza, respeto por la táctica ensayada y capacidad de improvisar donde el mar imponía azares.

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Los victoriosos de Lepanto (anónimo 1575)

El resultado enseñó tres lecciones que marcarían la centuria: la artillería naval, bien dispuesta, decide; la reserva maniobrera es el seguro de toda línea; y la cooperación política, si se ancla en un mando operativo real, vence. España interiorizó esas verdades en sus guerras de corso, en las vigilancias de estrechos y en el cuidado de sus rutas. Lepanto fue la demostración.

A última hora, cuando el sol tendió una cinta anaranjada sobre el golfo, la Real bogó entre tablazones y estandartes rotos. En la toldilla, los oficiales contaban silencios y ajustaban vendas. El olor a sal, pólvora y brea se mezcló con una paz grave. No hubo alharaca, ni trompas excesivas: sólo la certeza de haberle cambiado el pulso al mar. España —la marinería, los capitanes, los reinos que la sustentaban— supieron que, desde aquel día, el Mediterráneo respiraría distinto.

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Redacción

Equipo de Redacción / Notas de Prensa / Agencias

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