Una de las campañas militares más duras a la que se enfrentaron los Tercios españoles
Tras la publicación de Peones y Damas, la primera novela de la saga en la que se describe ese mar Mediterráneo de piratas, soldados, abordajes y mil aventuras entre los azules del mar y el cielo, Héctor J. Castro publica “El Asedio de Haarlem”, segunda parte en la que la acción se mueve a las Guerras de Flandes.
“Parecían todos príncipes y capitanes” dijo el cronista francés Brantôme al ver a las tropas del duque de Alba recorriendo el Camino Español en 1567. ¿A dónde iban?
Europa se erizaba de pánico y ambición. Una tropa aguerrida, los mejores soldados de los tercios viejos de infantería, marchaban hacia Flandes a iniciar lo que sería una brutal contienda de 80 años que involucró a casi todo el continente. Un año antes había estallado una violenta revuelta iconoclasta. Los calvinistas holandeses se levantaron contra el gobierno de Felipe II y atacaron abadías, iglesias y monasterios. Con rapidez, la insurreción se extendió por muchas de las provincias que conformaban los Países Bajos.
Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba y el mejor general de su época, fue enviado desde Italia, al frente de los temibles tercios, a sofocar la revuelta por la fuerza de las armas. En medio de ese ejército iban Martín de la Vega y Afonso “el Portugués”, protagonistas de El Siglo de Acero, veteranos de la escuadra de galeras de Nápoles. Un reflejo —explica el autor— de esos hombres que escribieron gran parte de la Historia de España a sangre y fuego, que recorrieron el mundo con la espada por delante, llevando hasta sus confines la lengua castellana; y que, como diría Cervantes, “si del mismo Cielo no conquistaron sus refulgentes salas, no fue por valor, sino por alas”
Una generación forjada tras 8 siglos de guerra contra los moros, una tropa escogida de soldados y también aventureros, los llamados Guzmanes, que solían ser segundones de buena familia que buscaban laureles y favores mediante unos años de servicio en la milicia. Uno de ellos fue Diego Duque de Estrada, que combatió contra turcos y venecianos en las galeras del marqués de Santa Cruz, y dejó una estupenda crónica escrita de lo que vivió.
Otros marchaban a Flandes huyendo de delitos de sangre, como Román Galeas, presente también en El Asedio de Haarlem, quien se alistó después de haber despachado en las calles de su Toledo natal a seis hombres, al menos dos de ellos alguaciles.
Estos españoles convivían con la violencia porque para ellos era el único modo de vivir. Y sabían hacerlo muy bien.
RH – ¿Era cierto que los españoles se peleaban entre sí cuando no tenían enemigo enfrente?
Sí, pero como lo hacía todo el mundo —explica H. J. Castro— Se peleaban por mujeres, por trampas a las cartas, pero no por que uno fuera gallego y el otro extremeño. A los españoles del siglo XVI los unía un espíritu guerrero y religioso que estaba por encima de sus diferencias culturales.
RH – ¿Qué se va a encontrar el lector en esta segunda novela de la saga?
Yo quería sorprender al lector, no repetir la misma fórmula de Peones y Damas. Con este libro quería retratar la terrible contienda de Flandes, que tan distinta era de Italia para los soldados. “España mi natura, Italia mi ventura, Flandes mi sepultura” solía decirse. Y eso me pedía un libro más oscuro, con un ritmo más lento; con menos acción pero más violencia.
Desde luego, el sitio de Haarlem ofrecía un escenario perfecto. Sólo hay que imaginarse la campaña durante el invierno, en una tierra esquilmada por la muerte, paisaje de trincheras nevadas, lucha sin cuartel…
Cuando el ejército del general Fadrique de Toledo se presentó ante los muros de Haarlem (la ciudad se había sublevado, aceptado una guarnición orangista y había prohibido la religión católica) ya habían pasado 5 años desde el inicio de la contienda. La compañía en la que sirven los protagonistas, perteneciente al Tercio de Lombardía, había participado con éxito en la batalla de Jemmingen, en Jodoigne y en el Socorro de Goes, con la experiencia y los lazos de camaradería que eso supone.
Los españoles no eran muchos, siempre estaban superados en número por el enemigo, pero eran los mejores. Entre ellos estaban legendarios capitanes del calibre de Francisco Verdugo, Bernardino de Mendoza (quien dejó escrita una monumental crónica del asedio) o Julián Romero, que era un auténtico referente para la tropa, pues había ascendido, por sus méritos, desde paje a maestre de Campo.
Dentro de la ciudad, por su parte, las calles y edificios se convirtieron en un enorme cuartel militar donde campaban soldados de fortuna de muchas regiones: nativos holandeses, zelandeses, también ingleses, escoceses, franceses hugonotes, mercenarios alemanes… Y ése fue uno de los grandes problemas del bando rebelde durante el primer tercio de la guerra: la falta de un ejército bien organizado. Como dice un extracto de la novela: … “Y más para los españoles, que defendían con orgullo su condición de soldados del rey, pues al contrario que muchas otras naciones ellos no alquilaban sus espadas a otros príncipes, y luchaban siempre bajo la cruz de San Andrés, dispuestos a acortar sus vidas para alargar la de su patria. ¿Cómo no iban a ganar la guerra hombres como aquéllos?… Involuntariamente los comparaba con los regimientos rebeldes junto a los que había combatido, engrosados por chicos sin experiencia, hijos de burgueses acostumbrados a comer y dormir caliente; o por veleidosos extranjeros que sólo estaban allí por la paga, sin motivación patriótica alguna, dispuestos incluso a cambiar de bando en mitad de la campaña si así satisfacían sus intereses monetarios”.
RH – Sin desvelar mucho ¿Qué nos puedes contar sobre el transcurso del asedio?
Imaginaos lo atractivo que era para mí, como novelista, retratar a esos soldados que se lo jugaban todo en encarnizados asaltos, legionarios del Imperio más grande de su época, en una frontera hostil y rodeados de enemigos, sin más patrimonio que su espada, rodela y un rosario que besar antes de entrar en combate. Hacían unas cosas increíbles, eso es incuestionable. Tras cruzar un canal helado, de noche, treparon los muros y asaltaron el fuerte de Sparendam, que estaba artillado y guardado por 300 hombres, y los españoles no sufrieron bajas. Todo esto sale en la novela. Durante los 7 meses que duró el sitio pasaron muchas cosas. De hecho, tuve que omitir varias para no alargar demasiado el libro. Mantuve fechas y hechos rigurosamente. El único aporte imaginativo que me permití fue el de introducir ciertos personajes ficticios, pero que en ningún caso alteran los hechos reales en los que se basa el relato.
RH – En un extrato de la novela podemos leer “Numerosos habitantes de los territorios en guerra se acostaban católicos por la noche y se levantaban protestantes a la mañana siguiente, o viceversa, según fuera menester para salvar su hacienda o sus vidas. El fanatismo inicial con el que muchos habían apoyado el movimiento reformista se había desvanecido, dejando paso a una honda sensación de confusión e incertidumbre.” Y es que El Asedio de Haarlem no sólo habla de hazañas bélicas.
Yo no quería quedarme solamente con el tema militar —nos cuenta el autor—, por eso introduje personajes como un espía flamenco, una campesina de los aledaños de Haarlem o un contrabandista que comercia tanto con sitiados como con sitiadores, para poder mostar el punto de vista de los civiles durante la contienda. Muchos estaban en una encrucijada, y lo único que buscaban era sobrevivir y conservar sus posesiones. Los rebeldes castigaban a los católicos, y los Realistas castigaban a quienes apoyaban la rebelión. Nadie quería convencer al enemigo, sino exterminarlo. El episodio de Haarlem fue especialmente violento, en una guerra que ya destacó por su crudeza. Se arrojaron cabezas desde las murallas a las trincheras y viceversa, se ejecutaron prisioneros, se les ahorcaba por los pies para que sufrieran más; se combatió en las minas a daga, pistola y puñal, muchos quedaron allí sepultados, etc… Uno de los hechos que más me impactó mientras me documentaba fue que, cuando los españoles al fin entraron en la ciudad, se encontraron un almacén con carne humana en salazón, lo que significa que en mayor o menos medida hubo canibalismo.
El ejército Realista rindió la ciudad por hambre. En la batalla naval del Harleemeermeer, el mar interior que bañaba Haarlem, los españoles destruyeron la armada holandesa y consiguieron cerrar todos los pasos fluviales que los rebeldes utilizaban para meter barcas con víveres y municiones. En el combate participaron más de 100 naves. Fue un Lepanto en miniatura.
RH – ¿Cómo finalizó la campaña?
Aunque la ciudad finalmente cayó, fue una victoria pírrica para los españoles. Por primera vez, los tercios españoles se amotinaron, pues llevaban 30 pagas atrasadas. El avance se detuvo y no se pudo aprovechar la victoria. Eso le dio tiempo al príncipe de Orange a reforzar las demás zonas sublevadas. La rebelión de 1572, que hasta la batalla por Haarlem parecía que iba a resolverse rápido, se convirtió en una guerra de desgaste que, durante siete décadas más, devoraría las riquezas y los hombres de España.
La guerra de los ochenta años, a la que si se le suma la Guerra de los Treinta Años podría considerarse como una primera guerra mundial, fue un período en el cual quienes lo vivieron destacaron la magnitud de las atrocidades cometidas, el horror de los combates y el sufrimiento de la población civil.
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