Los libros de chistes han sido una constante en la literatura en muchos idiomas desde tiempos remotísimos, así lo podemos ver en obras como el Philogelos, una recopilación hecha en la Antigüedad Clásica.
Durante el Renacimiento en España hubo una gran colectánea de chistes hecha por Luis de Pinedo y amigos, con grandes historias jocosas, pero esta vez nos vamos a trasladar a la Península Italiana, donde el eminente humanista Poggio Bracciolini escribió un volumen titulado “Liber Facetiarum” donde se contienen anécdotas, historias jocosas, y chistes de la época, algunos de los cuales pueden sobrevivir bien el paso del tiempo. Otros en cambio, son más contextuales.
El zasca de Dante a Cane della Scala
Almorzaba Dante un día con Cane della Scala el viejo y el joven, y los sirvientes de ambos, para burlarse de él, le echaron a escondidas todos los huesos a sus pies. Retirada la mesa, todos se volvieron hacia él, maravillados de que sólo ante él hubiera huesos. Y Dante, que era de respuesta rápida, dijo: “No es para maravillarse que los canes se hayan comido los huesos; yo no soy un can”.
De un hombre que buscaba a su mujer ahogada en el río
Un hombre, cuya mujer había muerto en el río, iba a contracorriente a buscar el cadáver. Uno que lo vio se maravilló de ello y le aconsejó buscar corriente abajo. Respondió el hombre: “Así no la encontraría. Cuando vivía, llevaba tanto la contraria y era tan terca, y contraria a las costumbres de los demás, que muerta le llevará la contraria al río”
De un cura que dio sepultura a un perrito
Había en Toscana un cura de pueblo bastante rico, y habiéndosele muerto un perrito al que quería mucho, lo enterró en el cementerio. Llegó esto a oídos del obispo que, deseoso del dinero del cura, lo hizo llamar ante sí como reo de un gravísimo delito; el cura, conociendo las intenciones del obispo allá fue llevando consigo 50 ducados.
El obispo, tras recibir al cura, lo hizo meter en prisión. “Padre mío”, dijo el pícaro cura, “si hubieseis conocido la inteligencia del perrito no os habríais maravillado de que lo haya enterrado entre los hombres, pues tanto en vida como al morir tenía bastante más ingenio que un hombre”. “¿Qué queréis decir con eso?” preguntó el obispo. “En sus últimos instantes”, respondió el cura, “hizo testamento. Y conociendo vuestra pobreza, os legó los 50 ducados que aquí traigo”. El obispo aprobó el testamento y la sepultura, cogió el dinero, y absolvió al cura.
Un feliz trío
Uno de nuestros paisanos, algo bobo, e inexperto en las cosas del amor, se casó. Ocurrió que una noche estando en la cama, se pone boja abajo, mostrándole la espalda (y lo que sigue hacia abajo…) al marido, que no caía bien en la cuenta; maravillado por completo le preguntó a la mujer si tenía dos de esas cosas, y a su respuesta de que tenía dos cosas dijo el marido: “¡Oh, a mí con una sola me basta, dos son demasiado!”.
Entonces la mujer, lista ella, que era la querida del párroco, dijo: “Podemos hacer limosna de la otra, démosla a la Iglesia y a nuestro párroco, que le complacerá mucho, y a ti no te será problema, ya que te basta con una”. El hombre aceptó por aprecio al párroco y por quitarse ese peso de encima.
Así, habiéndolo invitado a cenar y habiéndole contado el caso, luego se acurrucaron los tres en la cama, la mujer en el medio, el marido por delante, y el párroco por detrás para que gozase de su donación. El cura, hambriento y ávido de esa tan deseada pitanza atacó el primero su sector del combate, y puesto que la mujer lo gozaba y dejaba escapar algún ruido, el marido, temiendo que el cura pasase a su sección le dijo “guarte y estate a lo tuyo, y deja mi parte en paz”.
“Que Dios me ayude”, dijo el cura, “que poca cuenta me trae la tuya con tal de gozar de los bienes de la Iglesia”. Con estas palabras se calmó el bobo e invitó al párroco a gozarse libremente los bienes que la mujer había legado a la Iglesia.
El cocinero del duque de Milán
El tal cocinero, viendo que muchos solicitaban favores de dicho príncipe, una tarde, mientras éste cenaba, le rogó que le transformase en asno. Maravillado el duque ante tal petición, preguntó al hombre por qué prefería ser asno en lugar de hombre: “Porque”, dijo, “todos cuantos habéis encumbrado dándoles magistraturas y honores, están tan henchidos de soberbia y se han vuelto tan insolentes, que se han convertido en auténticos asnos. Por eso quiero que me hagáis asno.”
De un pastor que se fue a confesar
Un guardián de ovejas, de esas tierras de Nápoles donde antes abundaba el bandolerismo, fue un día a contar sus pecados a un confesor, y cayó a los pies del cura con lágrimas en los ojos, diciéndole: “Perdóneme padre, pues he pecado gravemente”.
El cura le pidió que narrase los pecados, a lo que el pastor replicó con las mismas palabras una y otra vez, como si hubiese cometido pecado nefando, y a exhortación del sacerdote le dijo que en día de ayuno, al hacer queso le habían caído algunas gotas de leche en la boca y que no las había escupido. Pero el sacerdote, que conocía las costumbres de la zona, se sonrió y puesto que el otro había dicho que había cometido graves pecados, no creía que lo contado fuese bastante como para haber quebrantado la Cuaresma y le preguntó si no había nada más grave.
Negó el pobre ganadero, y el cura le preguntó si acaso él y algún otro pastor no hubiesen desvalijado y asesinado a algún viajero. “Continuamente”, respondió el penitente, “y en ambas cosas tengo tanta experiencia como los demás; pero en nuestro oficio es lo normal y no nos turba la conciencia”.
La pregunta del cura
Fuera de la puerta de Perugia está la iglesia de San Marcos, y en un día de fiesta en que estaba todo el pueblo allí reunido, Cicerón, que era el párroco, concluyó la prédica que de costumbre hacía con la siguiente pregunta:
“Hermanos, deseo que me quitéis una grave duda. En esta última Cuaresma escuché las confesiones de todas vuestras mujeres, no encontré ninguna que no afirmase haber sido fiel a su marido. Vosotros, en cambio, habéis confesado casi todos haber yacido con mujer ajena. Ahora, para no quedarme con la duda, quiero que me digáis quiénes son y dónde están esas mujeres”.
Sobre el abad de Settimo
El abad de Settimo, hombre gordo y corpulento, se dirigía una tarde a Florencia, y le preguntó a un villano sobre por qué puerta podía entrar, dando a entender con su pregunta que qué puerta estaría abierta todavía. Y el villano, viendo la gordura del clérigo, dijo “si por ella pasa un carro de heno, bien podréis pasar vos”.
Arenga de un cardenal a los soldados del papa
Durante la guerra que el cardenal español sostuvo contra los enemigos del papa, cuando un día los ejércitos se encontraron frente a frente en los campos picenos, y que se había de dar batalla decisiva, el cardenal animaba al combate a los soldados con muchas plegarias, y afirmando que los que cayesen en batalla almorzarían con Dios y con los ángeles; y para que se hiciesen matar con mejor voluntad les prometía la remisión de todos sus pecados. Hecha esta arenga se alejó del combate, y entonces un soldado le preguntó si no venía a ese almuerzo. Respondió el cardenal, “No suelo almorzar a esta hora, aún no tengo hambre”.
Descubre más desde El Reto Histórico
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.