“Nació con el don de la risa y con la única intuición de que el mundo estaba loco. Ese era todo su patrimonio”
Así comienza la novela Scaramouche, la mejor novela de Sabatini y, para el abajo firmante, la mejor novela de capa y espada que se ha escrito, por encima de los Tres Mosqueteros. No existen en la literatura de aventuras dos frases iniciales más perfectas ( la viuda de Sabatini las puso en la lápida del escritor, como gesto de homenaje); salvo quizá las del Capitán Alatriste:
“No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente”.
El otro día estaba yo tomando unas cañas con mi amigo Marcos, charlando de westerns y novela popular de aventuras, y decidí rendirle un pequeño homenaje a este autor que me encantó cuando lo leí de adolescente, y me gustó aún mucho más cuando lo leí de mayor. Si hablamos de popularidad, Alejandro Dumas fue, indiscutiblemente, el rey del folletín de aventuras. Creó unos personajes que hoy ya son mitológicos, sus libros, de acción trepidante y sin tregua, se reeditaban por miles y llegaban a los confines del mundo.
No obstante, si se estudia su obra, cualquiera se dará cuenta de que era un escritor muy elemental, que buscaba darle al lector exactamente lo que éste quería: amores contrariados, conjuras políticas, intrigas palaciegas, llegando a superponerse en la historia hasta seis tramas distintas, todas las cuales eran resueltas con coherencia; la viveza de los diálogos era casi cinematográfica. Estas virtudes bien pueden compensar lo rimbombante, descabellado y folletinesco, en suma, del conjunto, pues en muchas ocasiones se nota el exceso de “paja”, ya que Dumas cobraba por página.
Pero dejando a Dumas a un lado, hoy le toca el turno a un autor mucho más olvidado, pero que, a título personal, me gusta más. Rafael Sabatini, un hombre extraordinariamente culto que sabía hablar 5 idiomas. Y es que para algunos, nombrar a Sabatini consigue que en nuestra memoria despierten recuerdos vívidos de incansables aventuras en mares lejanos, Caribe o Antillas de aguas azules; abordajes, persecuciones navales, batallas entre barcos pirata, olor a pólvora, y el sonido metálico de sables o alfanjes chocando.
Elegante, habilidoso, el maestro Rafael sabía pulir sus novelas como una joya hasta que quedasen bien redondas. Durante mucho tiempo pensé que era otro autor del XIX, romántico tardío. Pero no. Sabatini escribió sus obras a principios del siglo XX (Las más celebradas fueron publicadas en la década de los 20) Por eso su obra goza de la perspectiva que el tiempo otorga a la Historia. Tiene un idealismo distinto, trágico como buen romántico, pero salpicado de un humor cínico y a veces negro. En sus protagonistas ya empieza a perfilarse la idea posterior del antihéroe, mucho más interesante que los fríos superhéroes de Julio Verne, por ejemplo, que eran un total compendio de virtudes.
Como todos los folletinistas de su época, Sabatini desfigura los hechos históricos a su conveniencia y juega con los anacronismas a favor de las necesidades literarias del relato. Nada reprochable, pues lo que buscaba no era el rigor histórico absoluto sino la verosimilitud dentro del entretenimiento, algo que conseguía con creces. Nada que ver con los espesos y seguramente mejor documentados tostones históricos que hoy inundan los estantes de las librerías.
Además del admirable ritmo con que se desarrollaba sus entretenidos argumentos, Sabatini tenía la habilidad de, con sólo un par de trazos, dibujar perfectamente a unos personajes humanos y bien definidos. Personajes inolvidables como Peter Blood, André-Louis Moreau, o Oliver Tressilian, que una vez cerrado el libro te acompañan para siempre. ¡Y esos villanos! Esos espadachines malvados que eran tan carismáticos como los propios protagonistas: Levasseur de El Capitán Blood, La Tour d’Azyr de Scaramouche… «¿Me acompañáis afuera o preferías que os ensarte aquí directamente?» Menuda presentación.
Varias de sus obras fueron llevadas con gran éxito al cine, como Scaramouche o El Capitán Blood, ésta última protagonizada por el icónico Errol Flynn, el actor más representativo de la época dorada del cine de aventuras. No obstante, estos filmes se centran demasiado (comprensiblemente) en la acción, y no llegan a hacerle justicia a las novelas. Scaramouche, el mejor ejemplo, es algo más que una simple “novela de aventuras”. Goza de unos diálogos muy por encima de la media acostumbrada en el género, y tiene una gran descripción, aunque novelesca, de la Francia prerrevolucionaria, con todas esas ideas hirviendo en una olla caliente a punto de explotar.
“¿Queréis abolir las clases gobernantes? Es un experimento interesante. Creo que ése fue el plan original de la creación, pero fracasó por culpa de Caín”. “El hombre nunca cambiará. Siempre será avaro, codicioso, vil. Hablo del hombre en sentido general”. “La ambición es la maldición de la humanidad. ¿Y esperas menos ambición por parte de unos hombres que se han crecido precisamente en ella?”
Desgraciadamente, la mayoría de los autores de folletín (excluyendo quizá a Dumas) empezaron a ser denostados hacia mediados del siglo XX, cuando llegaron James Joyce, Herman Hesse… y la novela popular fue borrada de las librerías, devorada por el Lobo Estepario. Quedó relegada a simple novela de entretenimiento, acusada de falta de sutileza y de contenido importante. Es curioso, también, que en España, con toda su prolija Historia y tradición de las Letras que tenemos, no haya habido en el XIX un escritor de aventuras a la altura. Sólo se acercó el pobre Manuel Fernández y Gonzalez, el folletinista español por excelencia, de quien ya escribí un artículo (Véase el Diablo y el Escritor) aunque ciertamente no poseía el nivel, y sus novelas cayeron en el más absoluto olvido.
Más tarde, en los años 50, hubo en España otro escritor de aventuras por entregas cuya obra tiene una calidad sorprendentemente alta: Pedro Víctor Debrigode, un hombre culto al que la guerra civil impidió terminar sus estudios de derecho y que incluso estuvo preso, acusado de espía. Escribía bajo seudónimo. El más conocido fue Arnaldo Visconti, nombre con el que firmó si obra más conocida y exitosa, de la que llegó a publicar unos 80 números, titulada El Pirata Negro.
A partir de finales de los 60, con la llegada de la ola intelectual sudamericana, Rayuela y demás, el género de aventuras cayó de nuevo en el olvido. Pero, poco a poco, a partir de los años 90 ha resurgido de nuevo ese empeño por crear aventuras que mezclen acción con rigor histórico. Y es que yo, tal y como dijo un amigo mío en su magnífica novela La Sombra de Richelieu, si tengo que elegir un Ulises, me quedo con el de Homero.
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