
La historia militar de la Monarquía Hispánica suele narrarse a través de grandes campañas, caudillos gloriosos y batallas decisivas. Sin embargo, detrás de esas hazañas bélicas late una realidad humana más compleja y, en ocasiones, incómoda (para algunos): la de aquellos súbditos que, procedentes de minorías culturales o religiosas, apostaron por servir al Rey como soldados.
La historia de los moriscos —descendientes de musulmanes convertidos al cristianismo— no se limitó a la rebeldía y a la expulsión como podemos pensar; algunos de ellos integraron los famosos Tercios y combatieron bajo los estandartes reales, haciendo de su lealtad un acto de supervivencia y de reivindicación. Este artículo reconstruye esa historia poco conocida, explorando la transición de los moriscos desde la marginalidad al servicio militar y analizando el contexto político y social que permitió su incorporación.

Introducción: sombras y luces del mestizaje
En la primavera de 1568, la sierra de las Alpujarras se convirtió en el escenario de una guerra total. La abundante población morisca del Reino de Granada se alzó en armas para protestar contra la Pragmática Sanción de 1567, que prohibía el uso de su lengua, sus vestidos y sus ceremonias. La Corona respondió con dureza, enviando a Don Juan de Austria al frente de un ejército regular compuesto por miles de soldados de los Tercios.
Las crónicas contemporáneas señalan que el ejército español desplegó unos 20.000 soldados de los tercios de Italia y de Flandes contra unos 30.000 insurgentes, en una guerra que dejó más de 21.000 muertos y acabó con la deportación de los moriscos supervivientes de aquella sublevación.
Esta ruptura violenta marcó el punto de inflexión en la relación entre el poder real y la comunidad morisca. Hasta entonces, pese a las tensiones, la Corona había optado por estrategias de integración basadas en la persuasión y la predicación. Tras la rebelión, se impuso la idea de que la minoría morisca era incompatible con el proyecto político católico de Felipe II. Miles de familias fueron dispersadas por Castilla, privadas de sus raíces y de sus antiguos oficios. Pero algunos jóvenes de origen morisco encontraron en el ejército un camino inesperado: la posibilidad de demostrar su fidelidad al Rey y escapar del estigma.

Las raíces moriscas: conversión y supervivencia
La conversión forzosa de los musulmanes peninsulares comenzó en 1502 para la Corona de Castilla y se completó en 1525 en la Corona de Aragón. Las capitulaciones de Granada, firmadas tras la caída del reino nazarí en 1492, habían garantizado inicialmente la libertad religiosa y cultural de los vencidos, pero la presión de sectores eclesiásticos y la obsesión por la unidad confesional acabaron por imponer el bautismo obligatorio.
Con la conversión llegó la sospecha: los moriscos eran cristianos nuevos que, según sus detractores, mantenían en secreto prácticas islámicas y formaban un “quinto columnismo” interior. Esa desconfianza alimentó leyes restrictivas y provocó el estallido de la rebelión de las Alpujarras.
El destierro posterior dispersó a decenas de miles de moriscos por Castilla, Extremadura, Murcia y La Mancha, donde se convirtieron en jornaleros, artesanos o braceros. Sin embargo, a diferencia de otros reinos europeos, la Monarquía Hispánica no estableció una prohibición absoluta para que los conversos sirvieran en sus ejércitos. Lo que sí exigía era una adhesión pública a la fe católica y la renuncia a cualquier práctica considerada herética. En este contexto, la línea entre morisco, cristiano viejo y soldado se difuminó. Algunos jóvenes nacidos en familias moriscas —especialmente aquellos educados en parroquias y colegios— acabaron enrolándose en las milicias locales y, con el tiempo, fueron admitidos en compañías de los Tercios.

Los Tercios y la guerra de las Alpujarras
La rebelión de las Alpujarras obligó a la Corona a movilizar sus mejores tropas. Los Tercios, unidades de infantería formadas por piqueros, arcabuceros y mosqueteros, habían demostrado su eficacia en Italia y Flandes. Felipe II envió 20 000 hombres de los tercios de Italia y de Flandes para sofocar la insurrección granadina, complementados por milicias concejiles de Castilla y por contingentes de la nobleza andaluza. La guerra, caracterizada por asaltos a pueblos encaramados a la montaña y por represalias brutales, demostró que la fuerza de los Tercios no sólo residía en su organización, sino también en su capacidad de adaptación a todos los terrenos, esto gracias al personal por el que estaban formados, claro.
Uno de los oficiales que destacó en aquella campaña, el marqués de Mondéjar, escribió al Rey que en su tercio «no había distinción de origen» cuando se trataba de castigar la rebeldía, y que la única condición para admitir a un soldado era ser cristiano viejo o, en su defecto, bautizado y aprobado por el capellán del regimiento. Esta afirmación, aunque idealizada, sugiere que algunos reclutas moriscos pudieron integrarse tras la derrota, aprovechando la necesidad de hombres para las campañas exteriores que se preparaban.
Multiculturalidad en los Tercios
La imagen clásica del Tercio español —hidalgo castellano de capa y espada— es incompleta. Documentos del Archivo General de Simancas y fuentes recientes revelan una composición mucho más variada. Un artículo de investigación publicado en 2022, a partir de un legajo inédito de Simancas, señala que entre los combatientes del Siglo de Oro había también «soldados negros». El historiador Juan Víctor Carboneras describe a uno de ellos, Marcos de Paz, natural de Granada, al que denomina “negro de color” y explica que eran soldados negros. Carboneras advierte que es difícil rastrear su origen pero apunta una hipótesis: es posible que procedieran de familias de moriscos o de antiguos esclavos, pero eran tratados igual que el resto.
La única condición innegociable para enrolarse era la fe: se daba por descontado que el recluta era católico. Cuando se hacía un reclutamiento se especificaba que esta era la verdadera fe del Rey.

Esa mención no es aislada. Las listas de soldados que se conservan muestran apellidos de origen árabe y toponímicos granadinos, junto a otros italianos, flamencos y germanos. Los cronistas de la época destacaban que en una compañía podían encontrarse “catalanes, valencianos, madrileños…”, todos ellos señalados como españoles. En ese mosaico, un joven morisco bautizado podía desaparecer como tal y ser, simplemente, un soldado más. La paga, la comida y el botín dependían del cumplimiento de sus obligaciones militares, no de su procedencia.
Historias de hombres de frontera
La documentación conservada no ofrece un catálogo exhaustivo de moriscos enrolados en los Tercios, quizás porque no importaba especialmente su procedencia, pero sí permite recomponer algunas trayectorias. Tras la guerra de las Alpujarras, cientos de jóvenes fueron llevados a Castilla y asignados a distintas tareas militares. Muchos desempeñaron labores de apoyo —arrieros, ballesteros o barqueros— en los puertos de Levante y en las galeras reales. En las remesas de soldados enviados a Flandes durante las décadas de 1570 y 1580 aparecen nombres como Juan de Granada, Hernando Morisco o Ahmed el converso, identificados a veces con la anotación «bautizado».
Una de esas vidas nos lleva a La Goleta, el fortín que vigilaba la entrada de Túnez. Según un informe de 1581, un soldado llamado Hernando de Arcos, natural de Órgiva, fue reclutado para el Tercio de Sicilia tras la rebelión. Nacido en una familia morisca, Hernando había sido educado por los franciscanos y hablaba castellano con fluidez. En la campaña de Túnez sirvió como arcabucero, distinguido por su puntería en las escaramuzas contra los corsarios.

Su origen nunca fue impedimento para ascender a cabo, aunque sus compañeros lo apodaban “el moro blanco” por su tez oscura. La nota del capitán que lo recomendó al gobernador de Milán subraya que:
ha servido con lealtad y tiene buenas partes para la guerra.
Historias similares se repiten en Nápoles, donde algunos oficiales de ascendencia morisca escalaron posiciones gracias a sus méritos.
Otro caso paradigmático es el de Marcos de Paz, citado por Carboneras. Poco se sabe de su biografía, pero el documento en el que aparece lo sitúa en una compañía de piqueros desplegada en Cambrai, en 1595. Marcos figura como “negro” y se especula que pudiera ser descendiente de esclavos afincados en Andalucía. Su presencia revela que el Tercio no discriminaba por el color de piel y respalda la hipótesis de que algunos moriscos integrados lograron hacerse un hueco en la infantería más prestigiosa de Europa.
Los moriscos también participaron en la defensa marítima. Las galeras de la Armada real se nutrían de remeros condenados, pero a bordo viajaban soldados encargados de repeler abordajes. Según algunas fuentes, en las listas de la galera real San Lorenzo, que combatió en Lepanto, aparecen uno o dos marineros de apellido árabe (yo no he sido capaz de encontrar esos nombres… pero dejo el guante por este artículo a ver si alguno es capaz de localizarlos). Por todo esto, aunque no hay pruebas directas de su participación en la batalla, su presencia en los listados de dotación demostraría que la frontera entre cristiano viejo y converso podía diluirse en el fragor de la guerra. No parece algo descabellado, la verdad.

El legado olvidado tras la dispersión
Tras la expulsión de 1609, ordenada por Felipe III, la mayoría de los moriscos fueron embarcados rumbo al Magreb. Sin embargo, algunos que habían servido en los ejércitos se salvaron de la expulsión. Los capitanes de los Tercios intercedieron por aquellos soldados que consideraban útiles, argumentando que habían demostrado su lealtad. Gracias a esas peticiones, decenas de familias permanecieron en Castilla bajo la protección de sus oficiales. En otros casos, los veteranos de origen morisco se instalaron en Italia o Flandes, donde formaron hogares mixtos y se integraron en las comunidades locales.
El recuerdo de estos soldados se diluyó con el tiempo. La historiografía del siglo XIX, centrada en las gestas nacionales, olvidó a los moriscos leales para subrayar la traición de los rebeldes. Hoy, sin embargo, la recuperación de documentos y la mirada de historiadores especializados permiten reconstruir una memoria diferente: la de hombres que, pese a la marginación de su origen, eligieron servir en los Tercios y defendieron la Monarquía Hispánica en los campos de batalla de Europa y el Mediterráneo. Su historia añade matices a nuestra comprensión del Siglo de Oro y puntualiza que el mestizaje, lejos de ser una excepción, formó parte del tejido social y militar de la España del siglo XVI.




