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Exposición: “La bandera que vino de la mar”. Museo Naval de Madrid

En la sala de exposiciones temporales del Museo Naval de Madrid, nuestra bandera no se presenta como un emblema abstracto ni como objeto de debate contemporáneo. Se muestra inicialmente como resultado de una decisión histórica concreta, tomada en un contexto naval preciso.

La bandera que vino de la mar” articula su discurso a partir de ese hecho verificable: la necesidad de la Armada española de disponer, a finales del siglo XVIII, de una enseña claramente identificable en alta mar. Enseña que, con el paso del tiempo, se ha ido llenando de experiencias y de historia, hasta convertirse en un símbolo y, más tarde, en la enseña nacional.

El visitante que entra esperando una exaltación simbólica se encuentra, en cambio, con una serie de objetos que parecen más interesados en el uso que en la representación, pero nada más lejos. Telas cosidas, descosidas, remendadas. Fragmentos conservados porque alguien decidió que debía guardarlos. Pequeñas y grandes banderas, gallardetes y guiones. Y, en medio del recorrido, piezas que recuerdan el alcance de España allende los mares, los famosos reales de a 8, o una porcelana china de época Ming como las que transportaba el galeón de Manila.

Hay que tener en cuenta que es una exposición que avanza por biografías materiales, y cada pieza es esencial.

Una exposición que empieza antes del símbolo

Como venimos comentando, el relato se articula desde una premisa clara: la bandera española no nace como emblema nacional, sino como herramienta naval. La decisión de Carlos III en 1785 —dotar a la Armada de una enseña visible y diferenciable en alta mar— no responde a una voluntad identitaria, sino a una necesidad práctica. En un mundo saturado de pabellones blancos de las monarquías, hacía falta distinguirse.

Ese origen técnico condiciona todo el recorrido. La bandera aparece primero como señal, luego como marca de mando, más tarde como objeto de combate, y solo al final como símbolo compartido – y elegido- por el conjunto del país. Es una secuencia lógica, casi inevitable, pero rara vez explicada con esta claridad.

La exposición evita deliberadamente el tono pedagógico excesivo. No subraya conclusiones. Deja que los objetos hagan su trabajo, y vaya si lo hacen. La selección de piezas está medida al milímetro para mantener una narrativa, aunque cada pieza tiene la suya, pero juntas terminan por hacerte reflexionar.

Textiles que han visto cosas

El corazón de la muestra está en las banderas dañadas. No son piezas espectaculares en el sentido habitual. No brillan. No están completas. Algunas parecen demasiado frágiles como para justificar su presencia tras una vitrina. Precisamente por eso funcionan y en eso está su importancia.

Hay fragmentos —jirones— cuya potencia reside en lo que falta. El visitante entiende enseguida que esas telas no sobrevivieron por azar. Alguien decidió conservarlas porque significaban algo, eran parte de la Historia de España e incluso, parte de la historia personal de la persona que custodió durante años esa tela. Estos gestos, más que la batalla concreta de la que procedan, es lo que las convierte en documento histórico.

La exposición opta por mostrar la materialidad del desgaste sin rebajar el sentido del símbolo. No necesita fabricar un relato heroico: lo encuentra en la evidencia física. El recorrido deja hablar al tiempo y a sus agentes —el fuego, el agua, el sol, la sal, el uso continuado— y convierte esas huellas en parte del discurso. No hay bandera intacta en la historia naval: hay banderas que han pasado por cubierta, por temporal, por combate, por ceremonia y por años de depósito.

La bandera aparece como lo que fue en origen: una herramienta de la mar, sometida a condiciones extremas y expuesta a una vida dura. Y, sin embargo, esa erosión no la reduce a un simple textil antiguo. La refuerza. Porque el visitante entiende que un símbolo no se sostiene por su perfección formal, sino por lo que ha acompañado: tripulaciones, órdenes, despedidas, regresos, muertos, victorias y derrotas. En esa tensión —entre fragilidad material y permanencia simbólica— la exposición encuentra su tono épico: no el de la exaltación, sino el de la experiencia acumulada.

Las banderas pequeñas

Uno de los momentos más silenciosos del recorrido llega con las banderitas procedentes de Estados Unidos tras 1898. Son unas piezas vinculadas a los marinos españoles fallecidos tras la guerra de 1898. Su origen se sitúa en Seavey Island, en Portsmouth (New Hampshire), donde fueron enterrados prisioneros españoles muertos en cautiverio. Durante años, esas tumbas estuvieron señalizadas con modestas banderas españolas, colocadas como gesto de respeto y recuerdo.

Estas piezas no fueron concebidas como objetos ceremoniales ni oficiales. No presidieron actos ni formaron parte de la simbología reglamentaria de la Armada. Su valor reside precisamente en lo contrario: en su carácter íntimo y funerario. Son banderas pequeñas, pensadas para marcar una sepultura, no para ondear. En la exposición, su escala obliga al visitante a acercarse, a detenerse, a leerlas casi en silencio.

Con el paso del tiempo, aquellas banderitas fueron retiradas y enviadas desde Estados Unidos a España, donde quedaron depositadas en el Museo Naval.

Dentro del discurso expositivo, estas banderas cumplen una función esencial. Introducen una dimensión que rara vez aparece en la historia naval: la del derrotado, el prisionero y el muerto lejos de casa. Frente a las grandes enseñas de combate, estas piezas recuerdan que la bandera también acompañó a quienes no regresaron, no como signo de poder, sino como último vínculo simbólico con su patria.

Aquí la bandera ya no señala poder ni pertenencia. Señala ausencia.

Objetos curiosos

La parte más reveladora, por poco espectacular que parezca, es la que enseña la trastienda material del símbolo: el muestrario original de telas remitido a Carlos III y los pigmentos naturales propuestos para obtener el rojo y el amarillo. Es una elección museográfica con intención pedagógica: desplaza la bandera del plano abstracto al plano técnico —tinte, tejido, visibilidad a distancia—, y recuerda que su nacimiento fue una decisión operativa antes de convertirse en emblema político o sentimental.

Ese mismo criterio explica la presencia de piezas “de apoyo” que, sin ser banderas, ordenan la narración: las famosas láminas de diseños presentados al monarca, documentación restaurada para poder exponerse y, en algunos casos, obras que rara vez salen a sala por tamaño o fragilidad. En esa constelación entran también objetos de lectura rápida —monedas, medallas y maquetas— que funcionan como recordatorio de algo básico: la bandera no vive solo en el mástil; circula en metal, en papel, en imagen impresa, en miniatura.

También hay retales y fragmentos de uniformidades, donde se observa el uso del color rojo (color más identificativo de España) y su deriva hacia la rojigualda.

Una exposición sin prisa

La bandera que vino de la mar no es una exposición rápida. Tampoco es complaciente. Exige tiempo, atención y cierta disposición a leer costuras y bordes con la misma seriedad con la que se leería un documento de archivo.

Pero no es una exposición pesada, es dinámica y muy entretenida, además, su mayor logro es hacer comprensible el símbolo sin simplificarlo. La exposición no discute la bandera ni la somete a lecturas ajenas a su historia, sino que la presenta desde su origen y su uso, permitiendo al visitante reconocer su significado a través del conocimiento. Al mostrarla como objeto empleado, conservado y finalmente musealizado, el recorrido explica por qué la bandera mantiene su fuerza simbólica: porque ha acompañado a generaciones en contextos reales y compartidos.

Al salir de la exposición, el visitante no recibe un mensaje cerrado ni una consigna, pero sí una comprensión más profunda del símbolo. La bandera deja de ser una imagen abstracta para convertirse en una realidad histórica concreta, con un recorrido, unos usos y una memoria acumulada.

En un tiempo en el que los símbolos suelen abordarse desde la confrontación o el desconocimiento, que un museo apueste por explicar su historia para reforzar su significado resulta no solo pertinente, sino necesario, además de ser un gesto poco frecuente y profundamente contemporáneo.

 
 
 
 
 
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Más información

La exposición “La bandera que vino de la mar. Los colores que nos identifican“, puede visitarse en la sala de exposiciones temporales del Museo Naval de Madrid desde el 5 de diciembre de 2025 hasta el 5 de abril de 2026.

El museo abre de martes a domingo, de 10:00 a 19:00 horas, permaneciendo cerrado los lunes. La entrada es gratuita, si bien el museo sugiere una aportación voluntaria destinada a la conservación de sus colecciones.

El Museo Naval se encuentra en el Paseo del Prado, 3, en pleno eje cultural de Madrid, y la visita a la exposición puede realizarse de forma integrada con el recorrido permanente del museo. Recomendable hacerla con alguno de sus guías… no se pierdan este recorrido.

Miguel Ángel Ferreiro

Militar de carrera, autor de "La Segunda Columna" (Ed.Edaf), director de este proyecto e Historiador del Arte (UNED). Entre África y Europa, como el Mediterráneo.

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