En el corazón del Siglo de Oro español, cuando los Austrias gobernaban un imperio donde “nunca se ponía el sol”, existió un cuerpo militar tan exclusivo como enigmático: los Archeros de Su Majestad.
Su misión, aparentemente sencilla, era proteger al monarca, pero su historia revela un entramado de influencias, secretos y ambiciones que se extendieron más allá de los muros de palacio. Desde los pasillos de la Corte hasta las forjas de hierro en las montañas cántabras, los Archeros se convirtieron en piezas clave de un juego donde la política, la industria y la guerra se cruzaban en el tablero.

Nicolaas Hogenberg, 1530 – 1536
Los Guardianes del Monarca: El Origen de los Archeros
En 1502, cuando los Archiduques de Austria, Juana I y Felipe I, llegaron a Castilla para jurar como herederos de la Corona, trajeron consigo una institución borgoñona que cambiaría para siempre el protocolo palaciego español: la Guarda Real de Archeros de Corps.

Nicolaas Hogenberg, 1530 – 1536
Este cuerpo militar, nacido en la Borgoña del siglo XV, era mucho más que una escolta. Su proximidad al monarca les otorgaba un acceso privilegiado al poder, convirtiéndolos en testigos y, a menudo, protagonistas de los secretos más oscuros de la Corte.
El término “archero” proviene de la palabra borgoñona “archa”, que hacía referencia a una lanza de largo astil, el arma distintiva de este cuerpo, nacida a muy seguro de encastrar cuchillos en astiles.
Aunque muchos los confunden con “arqueros”, los Archeros no empleaban arcos. Su misión no era disparar desde lejos, sino proteger al monarca cuerpo a cuerpo, manteniendo a los posibles agresores a distancia con sus armas de asta. Esta función, aparentemente simple, escondía una compleja red de requisitos y privilegios que los convertían en una élite dentro de la Casa Real de los Austria.
La Vida en la Guardia: Entre el Honor y la Corrupción
Para ingresar en la Guardia, los aspirantes debían cumplir con estrictos requisitos. Según las Ordenanzas de 1589, debían ser originarios de los Países Bajos o del Condado de Borgoña, tener entre 25 y 30 años, y poseer una “buena presencia”. Además, se les exigía no haber ejercido oficios considerados “viles o mecánicos”, aunque esta norma fue relajándose con el tiempo. Sin embargo, la realidad era mucho más compleja. A menudo, el acceso a la Guardia dependía de las conexiones familiares o de la capacidad de los aspirantes para “agradecer” a los oficiales superiores.
En el siglo XVII, la Guardia estaba compuesta por cien soldados, además de un capitán, un teniente, un furriel, un capellán y dos trompetas. También contaban con personal auxiliar, como un cirujano, un herrador y un sillero. Su jornada comenzaba a las ocho de la mañana, cuando se presentaban en el cuerpo de guardia con todo su equipo. Durante las ceremonias oficiales, formaban un escudo humano alrededor del monarca, luciendo sus vistosos uniformes amarillo pajizo. Pero en sus ratos libres, muchos de ellos se dedicaban a actividades económicas paralelas, desde el comercio hasta la administración de propiedades.

El salario de los Archeros no era particularmente elevado, pero les permitía llevar una vida cómoda si se pagaba puntualmente, algo que no siempre ocurría. Además, disfrutaban de ciertos privilegios, como la exención de impuestos en algunos casos y el acceso a viviendas proporcionadas por la Corona.
Estos beneficios, junto con la posibilidad de obtener empleos en la administración al retirarse, hacían de la Guardia una institución atractiva para los aspirantes. Sin embargo, también fomentaban la corrupción y el clientelismo, convirtiendo a los Archeros en una red de influencias.

De la Corte a las Forjas: Los Archeros y la Industria de la Guerra
En 1628, un suceso aparentemente ordinario marcó el inicio de una nueva etapa en la historia de los Archeros. En las montañas cántabras, en un pequeño valle rodeado de bosques de roble y ríos caudalosos, se encontraban las fábricas de artillería de Liérganes y La Cavada. Estas instalaciones, fundadas por el empresario flamenco Juan Curcio, estaban destinadas a producir cañones y municiones de hierro colado, esenciales para el ejército español. Sin embargo, la muerte de Curcio dejó las fábricas en una situación incierta, y fue entonces cuando los Archeros entraron en escena.
La conexión entre los Archeros y las fábricas de artillería no fue casual. En un momento en que la Corona española enfrentaba guerras en múltiples frentes, la producción de artillería se convirtió en una prioridad estratégica. Las fábricas de Liérganes y La Cavada, con su acceso a recursos naturales y su proximidad al puerto de Santander, eran ideales para satisfacer esta demanda. Pero su gestión requería no solo conocimientos técnicos, sino también una red de contactos capaz de asegurar contratos y resolver conflictos legales y administrativos. Los Archeros, con su posición privilegiada en la Corte, eran los candidatos perfectos para esta tarea.

Jorge de Bande: El Arquitecto de un Imperio de Hierro
Entre los Archeros que desempeñaron un papel clave en las fábricas de artillería, destaca la figura de Jorge (Georges) de Bande. Este archero luxemburgués ingresó en la Guardia en 1624, y aunque comenzó como secretario del Conde de Solre, pronto se convirtió en su socio en la gestión de las fábricas.
Bande fue el encargado de negociar la adquisición de las instalaciones de Liérganes tras la muerte de Curcio, y bajo su liderazgo, las fábricas se consolidaron como uno de los principales centros de producción de artillería en Europa.

A pesar de su modesto origen, Bande demostró una habilidad excepcional para los negocios. Su capacidad para gestionar las fábricas y su red de contactos en la Corte le permitieron amasar una considerable fortuna. Sin embargo, su éxito no estuvo exento de controversias. En 1641, fue acusado de incumplir los contratos con la Corona, lo que llevó al embargo de parte de sus bienes. A pesar de ello, su legado perduró, y las fábricas continuaron operando bajo la dirección de su familia hasta su nacionalización en el siglo XVIII.
La Compañía: Una Sociedad de Influencias

La gestión de las fábricas de artillería de la región de Trasmiera (Cantabria) estuvo a cargo de una sociedad mercantil conocida como “La Compañía”, formada por cuatro socios principales: el Conde de Solre, Jorge de Bande, Carlos de Baudequin y Juan Salcedo de Aranguren. Aunque oficialmente se trataba de una empresa privada, su éxito dependía en gran medida de las conexiones políticas y militares de sus miembros.
El Conde de Solre (Jean de Croy), capitán de la Guardia -al igual que lo había sido su padre- desde 1624, desempeñó un papel crucial en esta sociedad. Su acceso directo al monarca y a los altos cargos de la administración le permitió asegurar los contratos de suministro de artillería y resolver los conflictos legales que surgieron durante la gestión de las fábricas. Sin embargo, su influencia también generó tensiones dentro de la sociedad, especialmente con Bande, quien asumió la dirección operativa de las fábricas.

Juan van der Hamen
Intrigas y Secretos en las Forjas de Trasmiera
Las fábricas de Liérganes y La Cavada no solo fueron también un escenario de intrigas y conflictos. Desde disputas por el control de los recursos hasta acusaciones de corrupción y malversación.
Uno de los episodios más oscuros de esta historia fue la misteriosa desaparición de documentos clave relacionados con la gestión de las fábricas. Según algunos historiadores, estos documentos podrían arrojar luz sobre las verdaderas razones detrás de la entrada de los Archeros en la industria de la artillería, así como sobre los acuerdos secretos que aseguraron su éxito. Sin embargo, el silencio en torno a estos archivos no parece ser casual. La naturaleza estratégica de las fábricas de Liérganes y La Cavada, esenciales para la defensa del Imperio español, las convirtió en un terreno fértil para conspiraciones, rivalidades y maniobras políticas.

La desaparición de estos documentos plantea preguntas inquietantes. ¿Se trató de un acto deliberado para ocultar irregularidades en la gestión? ¿O fue una medida de seguridad para proteger secretos industriales y militares de posibles enemigos?

En el siglo XVII, una época marcda por el espionaje y la guerra, la información sobre la producción de artillería era tan valiosa como las propias armas. Las técnicas de fundición de hierro colado y los diseños de los cañones eran celosamente guardados por los estados europeos, que competían por dominar los campos de batalla. En este contexto, la destrucción o el ocultamiento de documentos podría haber sido una estrategia para evitar que esta información cayera en manos equivocadas.
Algunos documentos supervivientes sugieren que las fábricas estuvieron bajo constante vigilancia de agentes extranjeros. Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas (actuales Países Bajos) estaban especialmente interesadas en conocer los avances tecnológicos de la industria armamentística española. Incluso se ha especulado que la desaparición de los archivos podría haber sido obra de infiltrados que buscaban sabotear la producción o desviar contratos hacia otros países.
Por otro lado, dentro de la propia administración española existían tensiones y rivalidades que podrían haber motivado la destrucción de los documentos. La gestión de las fábricas estaba en manos de una sociedad mercantil, “La Compañía”, cuyos miembros, como el Conde de Solre y Jorge de Bande, tenían intereses personales y políticos que a menudo chocaban con los de la Corona. Las acusaciones de corrupción, incumplimiento de contratos y apropiación indebida de fondos eran frecuentes, y la desaparición de los documentos podría haber sido un intento de borrar pruebas incriminatorias.

A pesar de las sombras que rodean su historia, las fábricas de Liérganes y La Cavada no solo equiparon a los ejércitos españoles, sino que también fueron exportados a otros países, consolidando la reputación de España como una potencia militar e industrial.
El cierre definitivo de las fábricas de La Cavada en 1835 marcó el final de una era. Los altos hornos se apagaron, y las instalaciones quedaron en ruinas, pero su legado persiste en la memoria histórica de Cantabria. Hoy en día, los restos de las fábricas, como los imponentes arcos de los hornos y los canales que conducían el agua a las ruedas hidráulicas, son un testimonio silencioso de un pasado de hierro, fuego y ambición.
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