
Dicen que las playas de Mount’s Bay, en el extremo suroeste de Inglaterra, aún conservan en la memoria colectiva una cicatriz que el tiempo no ha borrado. Entre el 2 y el 4 de agosto de 1595, en plena guerra anglo-española (1585–1604), un reducido grupo de galeras españolas desembarcó en aquellas costas, dejando tras de sí el fuego, el miedo y una certeza: Inglaterra no era inexpugnable. Aquel episodio sería recordado como la Batalla de Cornualles, o también como la “incursión española de 1595”.

La patrulla de Carlos de Amésquita
La expedición estaba al mando de Carlos de Amésquita, un veterano de mar y arcabuz que patrullaba la costa bretona tras la reorganización naval de Felipe II luego de la Gran Armada de 1588. El plan español era claro: establecer una base avanzada en la costa oeste francesa desde la cual hostigar el sur de Inglaterra. En 1593, el fuerte de Blavet cayó en manos hispanas gracias a Juan del Águila, y fue desde allí que Amésquita zarpó con cuatro galeras —Nuestra Señora de Begoña, El Salvador, La Peregrina y Bazana— y tres compañías de arcabuceros.
Su objetivo primigenio era interceptar buques ingleses que habían capturado navíos españoles frente a Pernambuco. Pero en el trayecto decidieron atacar donde menos se esperaba: la costa de Cornualles.
Fuego sobre Mousehole
La escuadra española arribó a Mount’s Bay el 2 de agosto de 1595. Un católico inglés, Richard Burley, los esperaba en la playa para facilitar el desembarco. Las tropas, encabezadas por Don León de Ezpeleta y el sargento mayor Juan de Arnica, tomaron posiciones en tierra mientras las galeras abrían fuego sobre Mousehole.

El pueblo ardió sin apenas resistencia. Solo una edificación sobrevivió: el Keigwin Arms, una cantina defendida por su dueño, Jenkyn Keigwin, quien murió de un cañonazo. Por orden de Amésquita, la casa fue respetada. Hoy día aún se conserva y se exhiben la espada del tabernero y la bala que lo abatió en el Museo de Penzance.
Asalto a Paul
Tras el primer ataque, los arcabuceros se dividieron. Un grupo asaltó Paul, incendiando su iglesia y saqueando el pueblo. Amésquita describió aquel templo como “una mezquita”, testimonio de la desconfianza hacia lo anglicano y de la intención ideológica del ataque. Se tomaron prisioneros que luego serían liberados sin condiciones, en un gesto de propaganda que no pasó inadvertido.

Penzance y el pánico inglés
El día siguiente, 3 de agosto, las galeras viraron hacia Newlyn y Penzance. El patrón se repitió: bombardeo desde el mar, desembarco y retirada de la población local. En Penzance, sin embargo, apareció por fin la milicia inglesa, compuesta por más de 500 hombres. Su comandante, Francis Godolphin, intentó contener a los invasores, pero la visión de los arcabuceros en formación, sumada al estruendo de la artillería española, desató el pánico.

La resistencia se quebró en dos cañonazos. Solo Godolphin y doce soldados intentaron acercarse, siendo dispersados sin gloria. La ciudad fue saqueada e incendiada. Se calcula que más de 400 casas fueron destruidas junto a varios barcos en el puerto. Sólo la iglesia de Santa María fue respetada, a petición de Burley, quien aseguró que en ella se había celebrado misa católica años atrás. Amésquita, irónico, le prometió que pronto construirían una nueva.
Retirada desde el Monte de San Miguel
Al saberse dueños del terreno, los españoles comenzaron a detectar movimiento hostil desde el Monte de San Miguel, donde se reunían nuevas fuerzas inglesas. Se registraron disparos de mosquetes y flechas desde posiciones elevadas, lo que forzó a Amésquita a replegar a sus hombres. Habían cumplido su objetivo: desmantelar defensas, aterrorizar a la población y humillar al enemigo.
El 4 de agosto, las tropas se reembarcaron. Amésquita liberó a los prisioneros ingleses antes de partir, en un gesto calculado de caballerosidad hispana. Las galeras navegaron de regreso a Bretaña sin ser interceptadas.

Consecuencias en Inglaterra
Cuando las noticias llegaron a oídos de Isabel I, la reacción fue inmediata. El comandante Sir Nicholas Clifford había llegado con refuerzos demasiado tarde, y no dudó en culpar a las milicias locales, tachándolas de cobardes. En Westminster, el Parlamento ordenó reforzar urgentemente las defensas costeras.
El caso de Mousehole fue especialmente doloroso: la villa nunca se recuperó por completo del ataque. Por contraste, Penzance y Newlyn lograron reconstruirse con rapidez. La audacia de Amésquita probó que los españoles podían poner pie en suelo inglés, humillar a su milicia y retirarse con impunidad.
Un año después, en 1596, los españoles intentaron una nueva operación de menor escala en Cawsand, donde quemaron el pueblo y se retiraron rápidamente. Más ambicioso fue el plan de 1597, que buscaba provocar un alzamiento católico en Cornualles. La empresa fracasó por culpa de una tormenta, pero la idea persistía: Inglaterra no era invulnerable.
Una centuria antes, Fernando Sánchez de Tovar ya había dirigido incursiones similares. Y ahora, con Amésquita, la historia se repetía como advertencia. Como dijera un cronista inglés contemporáneo: “la flota católica navegó hasta nuestras costas, rezó misa en suelo inglés, y regresó sin ser tocada”.
Inglaterra, de inexpugnables, nada.
Fuentes:
- San Juan, Víctor (2007). La batalla naval de las Dunas: la Holanda comercial contra la España del Siglo de Oro. Silex Ediciones.
- \”El 2 de agosto de 1595, la batalla de Cornualles\”. www.information-britain.co.uk
- Cruickshank, Dan (2001). Invasión: defender a Gran Bretaña del ataque.
“La flota católica navegó hasta nuestras costas, rezó misa en suelo inglés, y regresó sin ser tocada”.
Atribuida a un observador inglés anónimo, 1595