El viento del sur traía sal y silencio.
Desde la altura de las murallas de Algeciras, donde aquella madrugada los centinelas, agotados, miraban al infinito con los ojos quemados de insomnio, no se veía aún la silueta de las velas. Solo espuma. Y una bruma pesada, demasiado espesa para una noche estival. Todos lo sabían: algo va a cruzar.
El 30 de julio de 1086, cambió el mundo.
Aquel amanecer, Yusuf ibn Tašufin desembarcó en Algeciras. Venía del sur con hombres del desierto, con sus caballos duros como piedra y sus lanzas interminables, con el aliento del malikismo en la garganta y una yihad escrita en las dunas.
Pero no fue un asalto. Fue un pacto.
“El cruce del Estrecho de Gibraltar fue ejecutado con sigilo, envuelto en niebla y noche”, anotó una de las crónicas recopiladas siglos después por Ibn Idari en su Bayān al-Mughrib. En efecto, el desembarco almorávide en Algeciras no implicó sangre derramada sobre la arena. Fue una cesión ritual: la primera cabeza de puente de un Imperio Africano en suelo europeo, después de la caída de Cartago.
Cuando cayó Toledo
La urgencia no nació en el sur, sino en el centro.
Un año antes, en mayo de 1085, Alfonso VI había tomado Toledo. No fue una batalla ni una emboscada. Fue diplomacia, traición, miedo. El símbolo omeya del islam peninsular se había rendido ante el cetro cristiano. Y con él, se resquebrajó el alma de las taifas.

Desde Sevilla, desde Granada, desde Badajoz, los emires se escribían como quien reza a dioses mudos. Y fue en esa desesperación donde surgió la llamada:
El rey al-Mutawakkil de Badajoz envió embajadores a Marrākuš, rogando a Yusuf ibn Tašufin que interviniese en al‑Ándalus.
Así lo recoge también la crónica general compilada en Almería en el siglo XIII. Lo que pedía no era ayuda: era sumisión. Ofreció la ciudad de Algeciras a los almorávides como base militar, como enclave sagrado para la fe austera del desierto. Un precio altísimo. Pero necesario.
Ceuta, el ojo del Estrecho
Antes del salto, Yusuf observó.
Ceuta cayó en manos almorávides en 1084. Allí construyó su atalaya. Desde aquel peñasco africano, Yusuf ibn Tašufin vigiló la costa andalusí como quien aguarda una grieta en la roca. Y cuando la grieta apareció —la caída de Toledo, el ruego de las taifas—, el emir velado movilizó su flota.
Esa noche, 30 de julio de 1086, una flotilla de barcos cubiertos de piel zarpó desde Ceuta. Llevaban no solo armas, sino normas. Llevaban doctrina. Y hambre. El cruce del Estrecho 1086 no fue solo militar. Fue espiritual.
“Los soldados cruzaron el mar y desembarcaron en las atarazanas. La ciudad vio caballeros montar tiendas. Al amanecer, seguían llegando hombres a pie y a caballo…”
(Crónica zirí, siglo XI, traducción anónima conservada en manuscritos de Rabat)
Los primeros en pisar tierra fueron las tropas de Dawud ben Aisa, general de vanguardia. Eligieron el antiguo puerto, cerca de las atarazanas califales (donde estuvieron otras en época visigoda, muy probablemente). Allí levantaron el primer campamento. En silencio. Como un eclipse que nadie detiene.
La entrega sin espada
La ciudad se rindió sin lucha. Y eso fue más aterrador que un asedio.
Amaneció y las torres de Al-Yazira al-Jadra ya no eran suyas. Se decía —acaso exagerando— que 80.000 hombres rodeaban la ciudad, aunque los historiadores modernos hablan de entre 7.000 y 30.000, exageradas o no, seguro que era una fuerza importante. El cadí local, al-Radī, escribió una carta desesperada a su señor, el poeta-guerrero al-Mutamid de Sevilla. Le rogaba órdenes, clemencia, una esperanza.
La respuesta fue una daga envuelta en verso:
“No hay mayor deber que la obediencia a Dios y su siervo Yusuf. Entregad la ciudad sin combate.”
—Carta atribuida por tradición a al‑Mutamid, recogida en al-Bayan al-Mughrib (siglo XIII)
Algeciras no cayó. Se entregó. El Yusuf ibn Tašufin desembarco fue, en realidad, una entronización.
La entrada del emir
Yusuf no desembarcó con los primeros. Esperó.
Había enviado a su general Dawud ben Aisa para asegurar el perímetro, limpiar la playa de ojos indiscretos, inspeccionar el puerto y convocar al cadí. Solo cuando todo estuvo bajo control, cuando Algeciras se supo entregada, Yusuf ibn Tašufin bajó del barco.

No venía vestido de rey. Ni llevaba corona. Cubría su rostro con un velo oscuro, como era costumbre entre los almorávides del Sáhara, el lithām, signo de pudor y autoridad. Sus ropas eran ásperas. Su montura, una yegua beréber sin ornamento alguno. La única joya era su silencio.
En torno a él cabalgaban los veteranos del desierto. Caballería negra, según la describen las crónicas cristianas: hombres envueltos en túnicas oscuras, con lanzas rectas y escudos de cuero endurecido por el sol. No hablaban. No saludaban. Miraban.
Yusuf descendió por la antigua calzada romana hasta el centro de Al-Yazira al-Jadra. La ciudad respiraba miedo, sí, pero también algo parecido a la expectación. Como si todos supieran que asistían a un giro irreversible de la historia.
El nuevo orden: puerto militar almorávide
Nada quedó como estaba.
Lo primero fue una inspección minuciosa del puerto. Yusuf recorrió las antiguas atarazanas — construídas en época visigoda y que los omeyas apenas habían reforzado— y ordenó su reconstrucción inmediata. Mandó excavar fosos, restaurar muros, levantar torres circulares de piedra y organizar almacenes para grano, sal y hierro.
“La ciudad se islamizó de nuevo, pero bajo las normas estrictas del malikismo almorávide”, escribe María Jesús Viguera en Los reinos de taifas y las invasiones magrebíes (Crítica, 2007). El puerto militar almorávide sería el primer ladrillo en el nuevo orden andalusí, desde allí entró una nueva forma de hacer las cosas (al menos en un inicio). Las tabernas cerraron. Las prostitutas fueron expulsadas. Se prohibió la música en público. Se impuso el uso del velo, el rezo colectivo y la fiscalización de mercados. La gran mezquita fue restaurada con dineros africanos y se marcó la medina como centro de instrucción religiosa y militar.
Ya no era una ciudad taifa, sino un emirato subordinado a Marrakech.

La forja del ejército de la fe
Llegaban más hombres cada día.
Desde Ceuta, desde Nador, desde el interior del Magreb, cruzaban por turnos. Las playas se llenaban de tiendas de campaña, de gritos en hassanía, de rezos al amanecer. Hubo testigos que relataron como veían acampar frente al mar a un grupo que, según decían, venía del desierto del Tiris: cubiertos de polvo rojo, con espadas envueltas en telas negras y “ojos sin párpados”.

Yusuf reunió entre 7.000 y 30.000 hombres, según las fuentes. Algunos eran regulares del imperio almorávide. Otros, voluntarios. Y no pocos, fanáticos. Los líderes de Sevilla, Granada y Murcia enviaron también tropas, como símbolo de lealtad… o de miedo.
“Y marcharon desde Algeciras, cruzando la Sierra de Ronda y tomando la vía de Córdoba, hacia las llanuras de Zalaca, cerca de Badajoz. Allí combatieron con tal ímpetu que el propio Alfonso VI fue herido.”
—al-Bayan al-Mughrib, Ibn Idari (siglo XIII)
El 23 de octubre de 1086, tuvo lugar la batalla de Sagrajas (o Zalaca). Allí, el emir del desierto humilló al emperador de León y Castilla. La tierra tembló. El islam, por ahora, resistía.
Algeciras, base imperial
Volvieron victoriosos. No tomaron Toledo, pero el cruce del Estrecho 1086 había abierto un corredor sagrado. Durante seis décadas, los almorávides en Algeciras gobernaron con puño de hierro. Desde 1086 hasta 1145, la ciudad se convirtió en centro militar, aduana imperial y boca del islam africano en el continente europeo.
Desde allí se canalizaban órdenes hacia Marrakech, se almacenaban armas, se recaudaban tributos marítimos. Yusuf ordenó levantar un nuevo zoco fortificado, ampliar los silos subterráneos y establecer un control alfandegario para todas las mercancías que cruzasen entre Algeciras, Ceuta y Tánger.
“Se construyeron muros circulares, torres de vigía, y se implantó una ruta directa con África a través de embarcaciones vigiladas por hombres del emir.”
—Estudio sobre los puertos andalusíes del siglo XI, Universidad de Cádiz (2009)
El puerto militar almorávide en Algeciras fue un enclave ideológico, una base africana para una guerra sagrada… al menos hasta la caída de Yusuf.
