Edad ContemporáneaEn PortadaHistoria

Los 80’s. Cultura Pop

Preguntas: ¿sería igual la vida de muchos de nosotros sin haber visto un DeLorean desaparecer en Hill Valley al caerle un rayo mientras rodaba a 150 km/h?. ¿Serían iguales nuestros veranos sin haber visto a Crockett y Tubbs atrapando malos, mientras fundían el presupuesto de antivicio en un Ferrari y trajes de Adolfo Domínguez por Cayo Vizcaíno y alrededores de Miami?. ¿Sería igual lucir palmito con según qué gafas de sol sin el recuerdo de ver a Tom Cruise forzando los límites de su F-14 en un videoclip de 110 minutos?

Voy más lejos: del aire al espacio, a velocidad luz y sin horario. ¿Sería, no ya nuestra vida sino la concepción cultural del mundo contemporáneo, igual sin la frase “yo soy tu padre”Claro que no. Nuestra vida no sería, ni por asomo, igual de pintoresca. Ni de distraída porque, madre mía, ¡si es que crecimos viendo motos de neón corriendo en el interior de microchips! Los que hoy aterrizan en este mundo nuestro de despropósitos siendo ya nativos digitales no han conocido el verdadero salto a la revolución de los placeres culpables: poder pedir pizzas a domicilio, escuchar a Boy George, Michael Jackson, Madonna o Depeche Mode a todo trapo mientras pensábamos cómo hacer cóctel entre ropa deportiva y los fundamentos cosmopolitas de un lunático como Versace. Los ochenta, todo en orden.

Bueno, eso, una mayoría puesto que por aquellos años existía la facción laca VS la facción gomina. Un “West Side Story” de moldeado capilar. Digo esto porque, los que podían, elevaban su hedonismo a techos improbables adentrándose en el imaginario de un lujo exorbitante evocado por los tentáculos de Wall Street. Florecían yuppies por doquier con ansia de consumismo atroz y masculinidad sin filtro, todos perfectamente vestidos con el afán de emular al Donald Trump de las mil y un empresas en la era Reagan. 

yuppies 1980

Sexo y moda en la facción gomina. La identidad personal viraba hacia el vacío existencial fagocitada por las marcas comerciales y la banca de inversión. Todo aderezado con las sofisticadas melodías de Carly Simon, Robert Palmer o Phil Collins. Y sí, lo sé y os lo recuerdo: Tom Wolfe retrató con maestría esta realidad, pero fue Easton Ellis quien resumió este tótum revolutum en una sátira brutal: “American Psycho”, cuyo legado en retazos desde una óptica genial, que no redonda, sirvió a una tal Sarah Jessica Parker para su afamada serie de finales de los 90’s. 

Y me diréis: caramba, en esos locos 80’s ¿no hubo contrapunto desde la propia masculinidad a ese festín de oropel en el vestir? Sí, la hubo. ¡Vaya si la hubo! Ahí estaban, entre otros, como Mel Gibson, el bueno de Indy (Harrison Ford) y el siempre efectivo John McClane (Bruce Willis). Ambos encarnando dos héroes a su pesar, siempre inmersos en una yincana de problemas para poner a prueba sus habilidades de escapismo sin poder pasar una visa platino por caja. El primero: fedora y cazadora de piel siempre a punto de polvareda y sacudidas varias. El segundo, en camiseta interior machacada hasta decir basta. 

Estos, lectores míos, eran nuestros héroes de acción “humanos”. Y me explico: en paralelo, la industria hollywoodiense nos bombardeó con tipos que bien podrían tener nitruro de boro en sus venas. Auténticas fortalezas musculares capaces de enfrentar su masa corpórea a cualquier tipo de entidad bravucona. Daba igual si el malo era una máquina, como “Terminator”, un alienígena, como “Depredador”; o un tropel de borrachos de tasca, véase “De profesión duro”. 

La verdad, al margen de juicios políticos (hoy hasta en la sopa), no estaba mal aquello. Diversión no faltaba. Teníamos el encanto urbanita de una Polaroid y hasta la estética del glam o hair metal gracias al férvido guitarreo eléctrico de Mötley Crüe, Guns N’ Roses, Poison, etc. ¿Demasiado heavy dulce? No pasaba nada. Para los refinados como quien escribe estaban los Simple Minds, Toto, Roxy Music y un sinfín de tíos con clase. Pero eso no era todo. Nosotros, y algunos más a los que les asoman canas, tatuábamos las paredes de nuestras habitaciones hasta no atisbar pintura plástica. También carpetas y archivadores escolares. Sí, el fenómeno fan nos pertenece. Tanto o más que lo de coleccionar todo tipo de figuras con detalles a capricho.

Pero… ¿Y de qué forrábamos las carpetas y paredes de casa? Pues ya os refresco yo esa cabeza vuestra y os digo que Molly Ringwald, Brooke Shields, Kim Basinger, Kelly LeBrock, Jennifer Connely o Kathleen Turner no faltaban en los portafolios de la muchachada masculina. Y en cuanto a las paredes (siempre tan agradecids), les otorgábamos una feliz galería de iconos tonificados a golpe de coreografías realizadas por gurús del fitness 24/7.

Gente que acaparaba portadas y espacios televisivos “Shape your body“. Nunca la MTV tuvo tantas mallas y aceite corporal. Y nunca una top model (Cindy Crowford) alcanzó cotas tan apabullantes de fama. En fin, días de gloria para sudar con gusto.

Pero si por algo se caracterizó la década fue sin lugar a dudas por un nombre, Steven Spielberg, y un género que sin embargo no se asoció a él: la comedia adolescente. Para seguir este artículo empezaré por lo segundo.

Casi con la aceptación de un buen psicólogo y desde un tapiz de zamarras vaqueras, sudaderas de colegios mayores y cardados por doquier, John Hughes mostró a millones de padres que de poco o nada servía castigar a sus hijos adolescentes. Su cine, en conjunto con el de Spielberg, abordaban los conflictos juveniles en el núcleo familiar como rompecabezas sobre los que hacer pivotar sus narrativas, aunque desde ópticas distintas. Hughes se puso en el lugar de los adolescentes haciendo de sus problemas cotidianos cuestiones de importancia que, todo sea dicho, la tienen. Spielberg, por el contrario, utilizaba sus vivencias: el modelo de padre ausente y la ulterior catarsis emocional para fraguar la fuerza de sus historias.

En el caso de Hughes, películas como “El Club de los Cinco”, “La chica de Rosa”, “Solos con nuestro tío” o “Todo en un día” abrieron una puerta a la concordia social y política con los ahora atrapados bajo la etiqueta de los mass-media. Millennials. Sí, nosotros, los Millennials. Los que podemos ser padres y llevar al extremo el ansia manipuladora hacia nuestros hijos (tenidos o pretendidos) para hacerles partícipes de un “Ready Player One” que les acerque a un cosmos que sí o sí, mejor vivirlo… aún en diferido. ¿Cruel? ¡Bah!, no lo creo. ¿La culpa? Los 80’s: el motor nostálgico por derecho propio.

Y bendita culpa la de crear un producto que se adhiera como un chicle a un zapato. Y voy más allá: que trascienda en la balanza positiva del tiempo. En este punto retomo a Spielberg, genio incontestable y con cuyo sello, Amblin Entertainment, salpicó la década de obras que se guardan en el olimpo cinéfilo: “Indiana Jones y el templo maldito”, “E.T. el extraterrestre” y “El imperio del sol” como director. “El secreto de la pirámide”, “Gremlins”, “Regreso al Futuro”, “Cuentos Asombrosos”, “Los Goonies”, “Fievel y el nuevo mundo” o “¿Quién engañó a Roger Rabbit?” como productor. O sea, un firmamento imaginativo sin precedentes que sumó y sigue sumando legiones de adeptos por la facilidad de hacer converger en un lienzo visual nuestros anhelos más primarios. Los que nunca se marchan si escuchamos al niño que llevamos dentro.

Con semejantes mimbres, los 80’s ya podrían haber quedado como referencia última de la explosión cultural contemporánea, pero es que hubo más. Mucha más creatividad y, como tal, ficción memorable. Hablo de una ensalada de elementos que, eso sí, de no maridarlos un buen chef se te quedan en pastiche de buenas intenciones porque, seamos claros: una cinta como “Cazafantasmas” era, a priori, una idea fácilmente propensa a que rebose de excesos que hagan de un recurrente tono bromista la mayor pamplina jamás filmada.

1980

Pero, hete aquí, la idea fue recogida por unos Dan Aykroid e Ivan Reitman en estado de lucidez plena, que sabían hasta donde puede reír el público sin sentir que le están tomando por idiota. ¿Resultado? Una película de las que crean una nueva religión.

Esa era la grandeza aprendida de su escuela, el “Saturday Night Live”, que les catapultó a la fama junto a ilustres como Bill Murray (también en el reparto) o el malogrado John Belushi. Así que gracias al manejo de los resortes humorísticos y la dosis justa de descaro, en 1984, su esperpéntico metraje ectoplásmico narrado al ritmo de un festivo Ray Parker Jr. logró mantener un duelo por ser rey del terror jocoso en pantalla grande junto a la muy inolvidable y ya nombrada “Gremlins”.

Perita en dulce de la factoría Amblin que se presentaba en las salas con todas las de ganar. Por cierto, ¡cómo gustaba el terror! El de asesinos en serie o el venido del más allá. El caso era hacer saltar palomitas por los aires. Dos años antes, la dupla Spielberg / Hooper nos había regalado “Poltergeist”.

Y hablando de cosas esperpénticas: ¿sabéis qué género cinematográfico nació en aquellos años para quedar netamente vinculado a los 80’s? Apuesto a que lo tenéis en mente y, de hecho, lo estábais esperando. Sí, el slasher. ¿Cómo diablos no vamos a estar millennials y, venga sí… boomers también, con la cabeza como dos maracas con títulos tales como “Viernes 13”, “Posesión infernal”, “Pesadilla en Elm Street”, “San Valentín sangriento”, “Cumpleaños mortal” o incluso la gamberrada de videoclub “Re-animator”?. ¡Bastante bien hemos salido de aquella vorágine de ketchup y universitarios desmembrados en el apogeo de la revelación sexual!

Y a este gran show… a este circo del “new Hollywood”, ¿faltaba por apuntarse alguien? Pues… ¡sí! Porque éramos pocos y parió la abuela. A Hughes, Zemeckis, Coppola, De Palma, Scott y Spielberg (espero entendáis que por espacio solo he podido tratar dos de ellos) se vino a sumar, a finales de la década, el raro en plantilla. El genio que allí estaba, almorzando solo al fondo del comedor, sin que nadie le hiciera especial caso. Hablo de Tim Burton. “Beeteljuice”, féliz fábula de ánimas inadaptadas y “Batman”, ¡su Batman!, el único posible en un Gotham donde sonaba Prince (échale… lo que quieras), supusieron una guinda tétricamente divertida y grotesca a diez años y alguno más de regalo donde rebosaba fantasía a caudal abierto.

Antes de acabar, seguro que os estáis preguntando el porqué de no mencionar nada que brotara en España. La razón es obvia: La Movida no puede quedar encorsetada. Fue una ola cultural apabullante que trataré en un artículo aparte pues, desde luego, bien lo merece.

Dicho lo cual, desconozco qué deparará el mañana. Total, es más o menos lo que le decía Doc a Martin en el epílogo de la III parte de “Regreso al Futuro”. Lo que sí os puedo decir es que es relativamente sencillo volver, por ejemplo, a 1986. Encended el motor de un buen cupé y haced sonar el “Right Between the Eyes” de Wax… Eso, amigos, no tiene precio. 

Espero que os haya gustado este viaje.

Revisa la Política de Privacidad antes de dejar un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Botón volver arriba